El próximo 11 de febrero mi abuela materna cumpliría 101 años. Murió poco antes de llegar a 90, pero en la cotidianidad de nuestra casa ella se hace presente de muchas maneras, desde el jarrito para calentar el desayuno o las guitarras en el pasillo, hasta los dicharachos y anécdotas que compartimos con las nuevas visitas.
Julia era mucha Julia, pero no pienso redundar en su historia más allá del permiso que me da ser su única nieta. Su nombre es mi pretexto para hablar de esa trascendencia que adquiere alguna gente cuando logra cultivar la rara flor de la autenticidad, esa que crece recta, venga el sol de donde venga, y ni la muerte puede ensombrecerla.
Como el código de caballería del Medioevo o el dos más dos que aprendemos antes de primer grado, así es la coherencia de los que no necesitan razones para avalar su existir. Son seres buenos porque sí, como decía Meñique, porque los buenos ganan a la larga.
¿Por qué será tan ardua la decencia? Alcanzarla parece cosa de seres ungidos, como la Madre Teresa de Calcuta, Chaplin o Guevara. Pero la vida se encarga de diluir excusas cuando entrevisto a una joven investigadora que sigue amorosa el camino de su padre, o si llama Mileydis, mi alumna favorita de la Asociación Nacional de Ciegos y Débiles Visuales, para decir que «nos vemos» en el taller del sábado.
Cada vez que alguien habla de optimismo auténtico o vocación para soñar, yo le cuento que mi abuela se compró un laúd al cumplir 80 años. «Cuando me jubile voy a aprender a tocarlo», respondió desafiante a todo el que preguntó qué podría hacer con el nuevo tareco.
Nunca llegó a ponerle cuerdas, pero en casa, y hasta en la tienda del Cotorro donde trabajaba, hablaba con cariño de ese sueño aplazado, como si hubiera metas más urgentes que vencer o la parca fuera a olvidarse de ella para siempre.
La jubilamos casi a la fuerza a los 85 años. Ya para entonces la artritis de sus dedos había vetado sus planes, y luego extravió la memoria en ese mundo mágico en que los viejos vuelven a ser inocentes, pero las horas le iban rasgando melodías en su brazo izquierdo, como si tercamente estuviera cumpliendo su promesa.
Años después me tocó decidir qué haríamos con aquel instrumento, que la humedad se encargó de enmudecer en la pared del cuarto. Me hubiera gustado verlo libre en otras manos, pero el daño era irreversible, así que decidí convertirlo en macetero y perpetuarlo como arte al alcance de la vida.
De su costado herido cuelgan hoy cucarachas moradas, una de las plantas favoritas de mi abuela, y entre los amarres improvisados hay una foto de una Julia muy joven y vestida de charro, con su vieja guitarra entre los brazos y la ilusión intacta en la sonrisa.
A lo mejor son bobadas mías, pero cuando el viento atraviesa el pasillo, junto al laúd escucho los acordes de mi tonada favorita: «Valle plateado de luna, sendero de mis amores…».