Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Mima

Autor:

Eduardo Grenier Rodríguez

Me queda un recuerdo diáfano, pese a los años. A día de hoy, de hecho, no es más que un arañazo en la memoria. Mi abuela rozó el precipicio hace más de una década y, en una suerte de tozudez y justicia consumada, logró agarrarse a tierra segura. Atenazó la vida con sus manos y nunca la soltó. Le costó no caer. Ella misma lo confiesa ahora entre risas, con ese humor imperturbable tan suyo.

Una aneurisma fue su enemigo. Un enemigo enorme achicado por una mujer dura. Cierto es que las batallas de esa magnitud rara vez terminan en victoria. Depende de quién las enfrente y, claro está, de la complicidad del destino. A veces, con la frialdad provocada por el calendario, pienso que la «dichosa enfermedad» equivocó su presunta víctima. Debieron darle un nombre falso, supongo. De lo contrario, hubiera evitado hacer el ridículo.

De todas formas, meterse con esa holguinera reconvertida por amor en pinareña, nunca será una buena decisión para nadie. Pese al golpe de aquel momento, todavía conserva con sorprendente claridad su optimismo y su ímpetu sigue peligrosamente incólume para defender todo lo que quiere. Diría que, en sentido general, presume con éxito del carácter típico de una mujer cubana.

Mi abuela, mujer de baja estatura y cabello níveo, hace mucho tiempo perdió su nombre. Al menos para la mayoría. Solo la llaman Nancy aquellos que no la conocen o quienes intentan buscarle el «mal genio» que esconde tras su coraza de viejuca noble. Para todos, incluso para algunos vecinos rendidos a su trato maternal, es simplemente Mima.

Hay imágenes que no necesito ver. Algunas de los viernes por la tarde, por ejemplo. Ese día suelo regresar a mi casa tras una semana lejos. Dicen, y me lo imagino muy bien, que allí está ella, siempre en su posición, de pie en la puerta de la casa, esperando por mí. Aguarda sola, con la mano en el mentón, pensando en Dios sabe qué. Mima no falla. Ni ella ni su reloj, tan inexacto durante toda la semana y misteriosamente efectivo en esos instantes.

Siempre constituye una rareza verla fuera, excepto en ese momento puntual cada siete días. Una tradición infalible. Cuando comencé a estudiar en La Habana, apenas llegué a vaticinar que, años después, la mayor dificultad siguiera siendo la misma: dejarla y renunciar a ella, aún momentáneamente. 

Mima tiene virtudes algo impropias de una mujer de su edad. Puede olvidar, con facilidad pasmosa, la olla de los frijoles conectada en la corriente y percatarse al rato, correr como si tuviera 60 años menos para evitar males mayores y luego servir un potaje de otra galaxia. Nadie tiene, paradójicamente, mejor memoria para recordar absolutamente todos los personajes de cientos de telenovelas, relatar los conflictos y descubrir teorías ficticias de turcos, coreanos o brasileños.

Hace unos años consiguió abandonar el cigarro. Al principio fue duro, dice, pero jamás se puso uno en la boca. Si otros han sucumbido ante su bondadosa terquedad, no sería la nicotina la que le ganaría una batalla. Ella jamás ha querido perder el invicto y ahora, puesta a establecer otra manía, ruega por chicles para entretenerse.

A veces rozo con los dedos su rostro arrugado. Es hermoso. Siento las irregularidades y mientras intento acariciarla, ella estira su estatura pequeña y se las arregla para igualarme y estamparme su beso. Siempre igual. Luego sonríe a carcajadas porque, según piensa, se está encogiendo y le resulta incomprensible que pueda sacarle tantos centímetros alguien a quien dormía en sus brazos hace un tiempo no tan largo.

Temo que un día la luz se apague, aun renuentemente. Lo confieso y supongo que, de forma individual e inevitable, todos lo hagamos. Tengo claro que la vida dicta una ley ineludible, pero el cariño destila a veces una obstinación que me obliga casi a intentar pagar una condena o violar cualquier dictamen en pos de detener las reglas naturales de este mundo. Cumpliría el castigo, el que fuera, solo por ella.

Resulta que Mima tiene ese letrero tácito en su frente que reza en letras mayúsculas, bien vistosas: Yo soy indispensable. Y lo eres, abuela, no lo dudes nunca.

Por cierto, hoy 23 de enero, Nancy, la abuela de todas estas historias, cumple 81 años.

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