NUEVA YORK.-El corazón de esta urbe puede hacer pensar en el frío y alucinante mecanismo de un reloj. Será por sus edificios acristalados y oscuros que se estiran abrumadoramente al cielo; o por la piedra sobria, con dureza de eternidad, con la que se han forrado múltiples fachadas, lo cual confiere tonos sepia a la ciudad hecha de líneas más que de curvas o de motivos en espiral.
Será por las aceras anchísimas, muy bien señalizadas, desde las cuales el transeúnte se desplaza casi todo el tiempo al borde de tiendas aderezadas de luces y lujos.
Los habitantes avanzan como agónicos a la hora del almuerzo, cuando todos escapan de las oficinas y arman eso que Martí describió como una alfombra de cabezas. ¿A dónde van tan veloces, sin saludar o guiñar un ojo?: el alma tibia y romántica de un isleño al Sur no podría imaginarlo.
En una de sus semblanzas magistrales del universo norteamericano en el cual vivió durante quince años, el Apóstol —quien supo admirar el empuje y la inteligencia de aquella sociedad, pero que también experimentó preocupación por envilecimientos futuros— escribió que otros pueblos, y nosotros entre ellos, vivimos devorados por un sublime demonio interior, que nos lleva a la persecución infatigable de un ideal de amor o gloria.
Hermosamente afirmó Martí que cuando asimos, con el placer con que se atrapa un águila, el grado del ideal que perseguíamos, un nuevo afán nos inquieta y nos lanza a nuevo vehemente anhelo, y sale del águila presa una rebelde mariposa libre que vuelve a desafiarnos, que nos encadena a su revuelto vuelo. Así nos sucede debido a nuestra alma romántica que contrasta con «otros espíritus tranquilos, turbados sólo por el ansia de la posesión de una fortuna», como tan claramente apreció José Martí.
Intensos, muy resueltos y dominantes tienen que haber sido los ánimos de quienes regentaron el levantamiento de obras arquitectónicas emblemáticas como el Empire State Building; de obras majestuosas, exquisitamente iluminadas como la Grand Central Terminal, del puente de Brooklyn que une los distritos de Manhattan y de Brooklyn en la ciudad de Nueva York (que inspiró líneas memorables de Martí, a quien no se le olvidaron las almas de los hacedores humildes que dejaron sus vidas en cada roca del proyecto naciente).
Pragmáticos y muy fuertes fueron los artífices de Wall Street, la calle principal del distrito financiero de Nueva York; los autores de la Quinta Avenida, también llamada la Avenida de los Millonarios; los que hicieron el Central Park, el parque urbano más grande de Nueva York (en uno de cuyos bordes, junto a la Avenida de las Américas, se levanta la estatua ecuestre de nuestro Martí).
En casi todos esos lugares han estado por estos días cronistas cubanos; y también en el Timer Square, verdadera babel de visitantes y nativos, de luces, publicidad, bares, restaurantes, teatros, adornos gigantes, museos y tendencias de la moda (desde el tacón rutilante hasta los zapatos deportivos más desgastados). De noche ese epicentro de modernidad parece un set gigantesco de película. Cada transeúnte puede convertirse en un personaje que atrapa imágenes o se atrapa a sí mismo en una dimensión de oropeles y de vertiginosos paseos en todas direcciones.
Como esta ciudad es el vórtice de múltiples escenas que le han dado la vuelta al mundo, una siente que, entre entradas al metro, escaleras metálicas en caso de fuego, jardines, estatuas y relojes gigantes, ciertamente respira en un gran set fílmico. Esta cronista recuerda ahora una memorable película en la cual se sugiere que, tras una inundación planetaria provocada por el cambio climático, entre los últimos objetos que van quedando sobre el nivel de las aguas está la antorcha de la Estatua de la Libertad, uno de los símbolos de Nueva York y del país norteño. Con eso se infiere que, una vez llegado ese momento de catástrofe, casi el mundo entero habría naufragado antes.
Algo, sin embargo, es fácil advertir en esta portentosa urbe: muchos de los atlantes, de los que sostienen la vida desde lo pequeño y doméstico, son emigrantes, negros y mestizos, latinos, asiáticos… Ellos son los porteros de los hoteles, los choferes, los limpiadores de las calles, los humildes de la impecable Nueva York en el siglo XXI.
Por eso no es descabellado pensar que tras las piedras y la sobrecogedora arquitectura habita un universo de gente no tan fría —al menos las que caminan por las calles, las que se ven, las que no están blindadas por astronómicas fortunas—; y en el caso de esta cronista, a tan pocos días de estar caminando por grandes avenidas, es cierto que, por mucho que las primeras impresiones, como decía Martí, hayan halagado los sentidos y enamorado los ojos, se va colando en el alma, como frío cuchillo, la nostalgia por el suelo pequeño, un desamparo que solo se alivia con el abrazo tibio de los amigos, de la familia, de los lugares de siempre.
Ojalá que aquí, detrás de las piedras, detrás de tanto cristal, y a pesar de algunas torres oscuras y del desprecio que algunos sienten por lo que no es rubio, muchos puedan entender esta sed de cariño que ni el mejor paisaje podría curar.