La Plaza, nada menos que la Plaza de la Revolución, vivía una mañana espléndida. El sol se asomaba a ratos; en lo alto, la torre del conjunto escultórico parecía hincar un lecho de cielo gris, pero el tiempo estaba dominado por una temperatura agradable, en ese punto medio, tan esquivo a los cubanos, que a veces sí consigue nuestro «invierno»: fresca sin exagerar.
El visitante estaba en su puesto —flanqueado por el diplomático local que cumplía el protocolo— para colocar la ofrenda de flores a nuestro paradigma mayor: José Martí, el gigante que, sentado en su trono de mármol, evalúa con autoridad de Apóstol cuanto hacemos con su causa.
La banda musical comenzó a interpretar el primer himno. Repasé a los jóvenes intérpretes y admiré como siempre sus notas limpias, su marcialidad, su alineación milimétrica e impecables uniformes. Tropecé con un problema: el muchacho de la trompa no estaba tocando, pero me adentré en la melodía, poniendo en silencio letras a la bella Bayamesa.
Cuando arrancó el segundo himno, el del invitado, volví a mirar al bisoño músico, que aún disertaba un «a capella» soberbio. Su silencio era escandaloso. Fijé mi mirada en él y por fin me vio.
El remedio fue peor: noté en sus ojos más nerviosismo todavía. Observaba de soslayo el instrumento, pero no se atrevía a tocar los pistones ni a besar la boquilla de la trompa. Llegué a pensar que, si lo hacía, podría arrojar en plena Plaza un meteorito desafinado capaz de alterar la sagrada paz de los turistas y hasta de crear un disgusto internacional. ¡Mira… que en estos tiempos cualquier cosa desata un conflicto! ¿Quién ve que un moreno habanero provoque la Tercera Guerra Mundial?
No pude evitar el recuerdo del muñequito de Elpidio Valdés en el que una trompa es el único instrumento que, en un asalto, los mambises dejan a los españoles y el infeliz músico a cargo tiene que traducir a solas, a la tropa peninsular, el difícil lenguaje de la batalla. «¿Y ahora, qué ha toca’o ese…?», pregunta al jefe un oficial andaluz tras cada intervención del músico, en medio de la refriega, hasta que la paciencia del General Resoplez estalla en coscorrones.
La historia del muchacho de la Plaza fue a la inversa. Aun de lejos, él es de los nuestros, de la columna de Elpidio, pero no voy a negar que, por muy patriota que soy, cuando terminó la ceremonia me marché con una pregunta: «¿por qué no ha toca’o ese?».