«Usted sabe que el caso es muy grave», comenzó diciéndole aquella doctora a la desesperada madre, y sin más rodeos sentenció: «La niña tiene los días contados. Esa enfermedad es así… como un castigo que le hubieran impuesto», y siguió con otros desatinos irrepetibles. Por suerte la nena no estaba delante, pero sí varios estudiantes dispuestos a «aprender» de esa galena, toda una gurú de la especialidad.
Antes de llamarme para desahogarse, mi amiga se quejó con otra doctora que también ha tratado a la muchachita desde los cinco años (ahora tiene 18), quien intentó consolarla por el exabrupto de su colega: «No te pongas así. Tú sabes que ella es grosera, pero es muy buena en su trabajo».
Un día antes de esa llamada había estado charlando con dos profes de la Universidad Tecnológica de La Habana José Antonio Echeverría y otro de Economía, a propósito del 9no. Congreso de la Federación Estudiantil Universitaria (FEU) —celebrado en julio último— sobre la integralidad y su vieja pelea con el academicismo.
En lo personal no me escondo para votar por una formación holística en cualquier carrera universitaria porque todos los días constato su utilidad en el empedrado sendero del mejoramiento humano. Estudiar mucho, investigar, asistir a clases y beber de las mejores fuentes es un reto en todas las edades, antes y después de la universidad, pero no llega lejos quien lo intenta sin cultivar habilidades sociales como la sensibilidad o la empatía, o sin un proyecto de vida asertivo y respetuoso.
Cualquiera describiría el trato de la gran «experta» como falta de ética, pero no es así: lo peligroso del asunto es que responde a esa ética pragmática y egoísta contra la que lidiamos en este país hace 150 años, porque la filosofía, como todo en el universo, no admite vacíos existenciales.
En cualquier profesión esa actitud es malísima. En Medicina es un crimen que pudiera costarle hasta el título. Si mi amiga decidiera exigir que le sean aplicadas sanciones a su doctora, más de un artículo del Código Penal la apoyarían con la misma tajante «objetividad» que ella le imprime a su conversación con quienes considera inferiores.
Ah, pero un doctor que se forma leyendo a Víctor Hugo o viendo obras de Bretch, por citar solo dos ejemplos, será más sensible a la desgracia ajena y encuentra mejores palabras para humanizar su informe. Si vive la emoción de competir en un deporte y no ganar el primer puesto, entiende el valor del consuelo como recompensa al esfuerzo y la impotencia. Si se compromete con una causa social, tan simple como recoger donativos para la población damnificada por un fenómeno climatológico o regalar una semana de vacaciones para sembrar árboles, sabrá que la vida tiene ciclos, y que a veces hace más falta un abrazo que un pronóstico, o ambos a la vez.
Por mi experiencia como maestra que ha transitado desde la Primaria hasta la Universidad, entiendo que la semilla del academicismo la plantan muchas familias cuando dicen a sus críos que su deber es estudiar, estudiar y estudiar, y desestimulan su participación en el movimiento de pioneros exploradores, las lecturas en el matutino, los juegos en el recreo, las iniciativas en la comunidad, la atención a una mascota o hasta su cooperación en labores domésticas.
Incluso, si solo les interesa su propio futuro, deberían invertir tiempo en cultivarlas como personas integrales (e íntegras), y entrenarlas en esa multiplicidad de roles que deberán asumir a lo largo de los años, algunos ineludibles, otros muy disfrutables y necesarios al equilibrio mental.
Sí, porque el cerebro de quienes tienen relaciones humanas funcionales, disfrutan un hobby y cultivan su mente, cuerpo y espíritu en equilibrio, está más preparado para manejar enfermedades y prolongar su tiempo útil de aprendizaje y creatividad. Esas personas viven más años, son más felices y obtienen mayor reconocimiento social… Qué pena que los proacademicistas, como la neuróloga de mi amiguita enferma, no piensen en eso.