Han transcurrido 45 años y, sin embargo, la demanda no huelga: tiene impensada vigencia el «nunca más» exigido otra vez por los miles de chilenos que han tomado las calles estos días para rechazar acontecimientos que tuvieron lugar hace casi medio siglo.
Para las víctimas del golpe de Estado comandado por el sátrapa Augusto Pinochet el 11 de septiembre de 1973 y sus deudos, el recordatorio de que «No hay perdón ni olvido», pasa por la impunidad de los represores que, a partir de esa fatídica fecha, aplicaron una sangrienta y despiadada represión digna de Hitler, causante de 40 000 víctimas reconocidas (los informes oficiales nunca han recogido todos los reportes), y duradera por 17 largos años.
Pero el clamor es válido para toda una sociedad diezmada sobre la cual sigue pesando de un modo u otro el lastre de aquellos hechos, y aún más: sigue teniendo sentido para un mundo que continúa padeciendo las ambiciones hegemónicas y las prácticas sucias de quienes detentan tales aspiraciones.
La historia es sabida. El golpe de Estado contra Salvador Allende, el ahogamiento de cualquier clamor y el asesinato, incluso fuera del país, de titulares de su Gobierno de Unidad Popular, constituyeron apenas una muestra de la política de terrorismo de Estado con que Washington intentó mantener a su recaudo no solo a Chile, sino a toda una región que desde entonces buscaba deshacerse de las bridas de Estados Unidos.
Muchos documentos desclasificados desde fines del pasado siglo dan cuenta de la relación del entonces secretario de Estado estadounidense Henry Kissinger con los militares chilenos que protagonizaban el cercenamiento de un quehacer que, sin temores, Allende había proclamado que iba hacia el socialismo. Igual estaba coludida, y puso hombres la CIA.
Pero el Departamento de Estado también estaba aliado con las fuerzas castrenses que repitieron la receta en Argentina y Uruguay, y con las que antes lo habían hecho en Paraguay, Bolivia y Brasil, al tiempo que EE. UU. promovía y amparaba —aún ampara— a los terroristas anticubanos de Miami, enviados a la Isla para poner bombas o intentar fracasados magnicidios contra Fidel.
Operación Cóndor se llamó aquel conciliábulo siniestro, y terrorismo de Estado una política que usó eso: la muerte, la desaparición forzada, la tortura y el paralizante y quién sabe cuán largo miedo para materializar sus fines injerencistas.
Lo peor no es que los protagonistas de los crímenes, en su gran mayoría, quedaran «ilesos». Lo terrible es que el autor intelectual (en muchos casos, autor material, como lo demuestran las invasiones militares estadounidenses a Jamaica, Granada y Panamá), también sigue impune.
Hoy los propósitos dominadores son los mismos, y el terror para conseguir esos fines se aplica de manera más solapada, pero con la misma dosis de crueldad no solo en América Latina. El trasfondo es atemperar el poder político en aquellos puntos de la geografía mundial donde rinde fruto el poderío económico. Y, desde luego, en ese interés, castigar a los que ofrezcan mal ejemplo.
La mejor muestra de lo perniciosa de esa carta blanca con que distintas administraciones en la Casa Blanca han dirigido o protagonizado estos abominables hechos está ante nuestros ojos, en los bombardeos contra Siria bajo el pretexto de combatir un terrorismo «local» que ellos mismos auparon. En el respaldo a Israel en su práctica segregacionista y criminal contra los palestinos. En las medidas punitivas contra Venezuela, principales causantes de una carestía que Washington, descaradamente, quiere que se reconozca como «crisis humanitaria» para justificar la intervención extranjera contra esa nación. En el persistente bloqueo económico, comercial y financiero contra Cuba, impuesto en el vano intento de rendir por hambre y necesidades a un pueblo, y cercenar un modelo.
No, la historia de terrorismo de Estado aplicado por el poder imperial de EE. UU. no empezó con el terrible golpe de Estado en Chile. Y, desgraciadamente, tampoco termina.