Iba con el temor a llegar tarde. No estuve en su primera operación, hace cinco años. Debía acompañarla ahora, de lo contrario yo mismo no me lo perdonaría. La imaginaba llorosa ante la puerta del salón. Nuestra madre estaría a su lado —ella siempre está.
El camión se demoraba. El nerviosismo corría por mis venas para sembrar miedo. No podía hacer nada, solo esperar que los kilómetros pasaran y el tiempo se detuviera, que existiera un retraso en el hospital para poder estar unos minutos con mi hermana, para poder abrazarla antes de ese momento.
Aquel infierno rodante me desesperaba. Miraba hacia afuera, luego a los compañeros de viaje. Me detenía en rostros serios, con aparente tristeza. Deseaba que todos se callaran, que el silencio fuera ley. Por fin llegué a Manzanillo, en Granma.
Solo sabía que la operación sería en la tercera planta del hospital Celia Sánchez Manduley. Imaginaba cuánta tensión tendrían mi hermanita y mami. Subí las escaleras con rapidez. El olor a medicina me golpeaba el pecho. Ver a personas en la cola para consultas, operaciones o cualquier otro asunto médico me lastimaba el alma. Si un niño lloraba mis ojos se humedecían, o quizá lo hacían desde antes. Hice preguntas para llegar al lugar exacto. Allí estaban ellas.
Ili me volvió a sorprender. Lucía tranquila. Su sonrisa me tranquilizó. Leía páginas de la revista Muchachas. No hablaba de la operación ni del tormento de la espera.
La acompañé a cambiarse para entrar al salón. Ella se empeñaba en hacer chistes. Me dijo que le gustaban los zapatos, unos de tela verde que debía ponerse, que ojalá cuando saliera pudiera conservarlos. Sonreía. Sé que lo hace en momentos de nerviosismo. Lo ratifiqué cuando intentaba quitarse los aretes. El temblor de sus manos se lo impedía.
Mami y yo comenzamos a esperar en un cuarto pequeño. Casi no conversábamos, ¿de qué podríamos hablar? Solo nos interesaba que todo saliera bien. Los minutos se alargaban hasta convertirse en horas. El calor aumentaba. Llamaban a familiares de otros pacientes. Mami ni siquiera trataba de esconder su nerviosismo, yo trataba de tranquilizarla hasta que llamaron a los acompañantes de Iliana Toledo Garnache, mi hermanita. Allí estaba ella con su sonrisa de siempre. ¿Su primera palabra? «Péinenme». Quédate así mismo —le respondí—. «Quiero que me peinen». También pedía espejo, y hubo que complacerla. Ese orgullo femenino que no muere ni en situaciones como esta. Y luego la frase que nos hizo sonreír: «Tengo hambre».
Ya todo parece estar bien. Los trabajadores del centro hospitalario demostraron profesionalidad y dieron cariño. El agradecimiento para ellos y demás trabajadores de la Salud por devolverles la tranquilidad a familias de Cuba y de otras partes del mundo.
En estos momentos Ili ya es doctora, y cumple misión internacionalista en Venezuela.