«Parece un contrasentido que mientras el país se “culturiza” y se colma de aulas, maestros y letrados, un documento cumbre, cuya esencia se mantiene casi inalterable desde 1976 —existieron modificaciones en 1978, 1992 y 2002— y que fue aprobado en un multitudinario referendo celebrado en ese año, no esté en la cabecera de cada ciudadano, o al menos en cada recinto donde números y letras se hacen magia».
Así decía un comentario publicado en estas mismas páginas en julio de 2009 y cuyo título era Sin dormir en el escaparate. Tales párrafos alertaban, entonces, sobre la necesidad de conocer de verdad la Constitución, en la cual se plasma el anhelo del Maestro del culto a la dignidad plena del hombre.
Retomo fragmentos de aquel trabajo periodístico al cabo de nueve años porque precisamente hoy, cuando de punta a cabo se debate el proyecto para una nueva Carta Magna, asoma uno de los mayores retos de la historia cívica de la nación: que la propuesta de la Ley de leyes, sobrevenida en tiempos de cambios y consolidación, llegue a todos los ciudadanos y que estos puedan interpretarla, criticarla, enriquecerla y mejorarla.
Tal desafío debe sortear el difícil escollo de la abulia de algunas personas que terminaron acostumbrándose al apuro o al facilismo a la hora del análisis en grupos.
Sería ingenuo pensar que el hecho de cumplir un cronograma de debates garantizará por sí mismo el conocimiento profundo sobre este documento primordial para la nación y su futuro.
Recuerdo que cuando salieron a la luz aquellos párrafos muchos se sorprendieron al leer que en la actual Constitución se señala: «Toda persona que sufriere daño o perjuicio causado indebidamente por funcionarios o agentes del Estado con motivo del ejercicio de las funciones propias de sus cargos, tiene derecho a reclamar y obtener la correspondiente reparación o indemnización en la forma que establece la ley».
Aquel «asombro» era otra de las pruebas de que no todos teníamos el dominio necesario sobre algunos de nuestros derechos y deberes; y de que, por tanto, no los ejercitábamos como hubiéramos anhelado.
¿Lo conseguiremos ahora? ¿Lograremos concretar en la vida práctica la metáfora de la cabecera? No será fácil, vale decirlo. Pero, por fortuna, muchos de los análisis sobre la futura Carta Magna han superado la pasividad y la tibieza y hemos visto, como debe ser, a miles de ciudadanos proponiendo cambios, adiciones, rectificaciones y otras mejoras que han originado un verdadero parlamento popular, algo positivo en pos de la democracia real.
Ese reto expuesto en párrafos precedentes implica también que el proyecto de la nueva Constitución pueda traerse en una cartera, en un teléfono móvil o en una tableta por el mayor número de personas. Se sabe que muchos ciudadanos han querido tener el proyecto para hojearlo y ojearlo con hondura y no lo han conseguido por las limitaciones de imprenta.
De cualquier modo, nunca podremos pecar de conformidad o justificación porque cuando quede aprobada la Ley Suprema del Estado y del pueblo, habrá que expandirla también por esquinas, barrios, aulas, centros laborales y hasta puestos de cuentapropistas. Ese es el camino y habrá que trazarlo con todas las variantes a la mano.
Al respecto, ya varios alzan las voces para que la Constitución sea incluida en planes de estudio de diversas enseñanzas. Eso sería tema para otros comentarios, pero lo que no puede pasarnos es convertirla en memorización teórica de artículos, con sus correspondientes incisos.
La Constitución no ha de «dormir en el escaparate», como señalaban aquellas líneas; tiene que ser letra viva en las instituciones para hacerla cumplir, debe habitar y latir en la gente, en sus afanes de emanciparse, mantener o conquistar derechos, crecer y lograr una patria sencillamente mejor.