Hace algunos años un experto en temas de la sociedad me ofreció como ejemplo, para hablar de la interacción entre generaciones, el ascenso de un grupo de adolescentes a un ómnibus. El especialista pedía reparar en cómo cuando los jóvenes subían las personas con mayor edad recibían la avalancha con cuidado y hasta con recelo al tiempo que los nuevos, no menos reticentes hacia quienes no eran de su grupo, mostraban la inquietud típica en quienes necesitan acomodarse y encontrar protagonismo.
La imagen me pareció ideal para imaginar, al menos en un somero acercamiento, la complejidad que entraña la imbricación de seres con edades diversas. Y ojalá hubiese sido ese tipo de encuentro el que hace unos días presencié entre pasajeros de todas las edades y cuatro viajeros cuya nota discordante fue tan estremecedora que motiva estas líneas.
El escenario rodante de esta historia real fue el ómnibus que en La Habana conocemos como el P-1. Los cuatro pasajeros —dos hembras y dos varones— comenzaron a interactuar mediante gritos, con malas palabras incluidas. Las muchachas habían subido juntas; y los muchachos, también juntos, ascendieron un rato después, y al poco tiempo protagonizaban una escena desagradable, en la cual uno de ellos, delgado y pequeño, osaba gritar que nadie en el ómnibus se atreviera a rozar a su amigo.
A decir verdad aquellos dos varones estaban necesitando un buen par de nalgadas, pues eran casi niños que interpretaban papeles de «guapos», sin hablar de la procacidad con que lidiaron con las dos muchachas, quienes en eso de explayarse con vulgaridad, subieron la parada a los dos chiquillos con excesos que incluyeron besarlos en sus bocas.
Los demás viajeros —adolescentes, jóvenes maduros y ciudadanos de otras edades— mirábamos desde el espanto y la intranquilidad aquel atropello a la armonía ciudadana. El ambiente rodante se fue caldeando de modo insoportable. Así fue hasta que los dos muchachos decidieron abandonar el ómnibus con la amenaza de caer encima de algún pasajero, pues ni siquiera atinaban a sujetarse de los tubos del ómnibus.
Lo preocupante de este episodio es que, aunque entre quienes sufríamos tal desfachatez se notaban el enojo y hasta una creciente intención de enfrentar a los indisciplinados, nadie hizo algo concreto: ni el chofer detuvo el ómnibus ni los testigos de aquel desorden fuimos capaces de unirnos para, del modo más rápido posible, neutralizar y deslegitimizar explícitamente actitudes tan reprochables.
Me he preguntado en estos días si lo que se entroniza en tales circunstancias es temor o insensibilidad. ¿Qué sucedería en la sociedad nuestra si los decentes, los «tranquilos», los que tenemos nociones de civilidad, nos convirtiésemos en rehenes de la estridente falta de virtud?
Más que temor, lo que percibía en aquel ómnibus era tristeza entre los viajeros ante la actitud de jóvenes en los que muchos adultos podían estar mirando a sus hijos. En el aire, varias preguntas caían sobre los hombros con todo su peso: ¿cuántos espacios fallaron en la formación de esos muchachos? ¿Sobre qué paradigmas humanos han leído o escuchado hablar esos infelices? ¿Ningún maestro, familiar o persona cercana les contó sobre nuestros héroes y mártires, esos que hicieron posible el nacimiento de la Revolución, esos que sí tenían valor y que eran capaces de esperar la muerte sin delatar a sus compañeros? ¿Nadie les dijo, por ejemplo, que el coraje en Cuba anidó en hombres como Antonio Maceo, modelo también de la elegancia en las costumbres?
Es obvio que al cabo de tantos años de resistencia heroica nuestro universo de la subjetividad —especialmente allí donde habitan las reservas morales— necesita ser rearmado. La tarea es ardua y compleja, pero solo en emprenderla sin miedo cada día, y mientras más en fila apretada mejor, estará la garantía del triunfo contra esas sombras de la conducta que acechan y que a veces parecieran acorralar a quienes seguimos siendo mayoría desde la defensa del lado limpio del corazón.