Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Aquellos juegos de barrio

Autor:

Juan Morales Agüero

En mi época de estudiante de secundaria, mis amigos y yo disfrutábamos una enormidad cada vez que se celebraban unos juegos deportivos múltiples. No eran tiempos de celulares ni de tabletas, pero sí de ímpetus y de fantasía. Así que, tan pronto concluían los eventos con sus récords y sus preseas, organizábamos en el barrio nuestra propia competencia.

La «sede» principal era, comúnmente, el patio de mi casa, sembrado en buena parte de árboles frutales. Como implementos deportivos, apenas contábamos con un baloncito de goma, amén de algún que otro objeto estrafalario útil para nuestros propósitos. Solo competían tres «países», es decir, dos de mis compinches y yo. Y nos rifábamos quién sería Cuba.

Una de las disciplinas en la que más rivalizábamos era el baloncesto. A falta de un aro digno de llamarse así, fijamos un cubo desfondado en lo alto de una mata de anón. Se jugaba al uno contra uno, y, como nuestro humilde baloncito apenas rebotaba entre tantos tubos y raíces, no se penalizaban ni el «doble dribling» ni el «caminando». Ganaba quien primero lo encestara (o encubara) diez veces.

Para el voleibol disponíamos de una «cancha» mejor: el piso de cemento de una casa demolida. Sus límites tenían como referentes algunas de sus muchas rajaduras. A guisa de net utilizábamos la tendedera de alambre donde mi madre ponía a secar la ropa recién lavada. En más de una oportunidad la reventamos con nuestros remates y bloqueos. «¡Váyanse a jugar a otro lado!», nos amonestaba aquella buena mujer.

Las «pruebas» de atletismo requerían soluciones atípicas. Como en el salto alto carecíamos de soportes verticales que sostuvieran el «listón» (casi siempre el palo de una escoba), dos de nosotros lo tomábamos por sus extremos para que el competidor correspondiente intentara superarlo con el empleo del estilo tijera. Se caía sobre la tierra dura, igual que en el salto largo. Y para medir recurríamos a la cinta métrica que guardada con celo mi vieja en su ajuar de costurera.

No estoy seguro de que la competencia incluyera jabalina, bala, disco y martillo (hubiera sido una locura). Sí recuerdo la vez en que Felo Corpas casi se rompe la crisma cuando intentó saltar con garrocha («fuera de programa», dijo) sobre una pared en ruinas, utilizando para ello la vara de la tendedera. Se concentró, se impulsó, apoyó la «pértiga», tomó altura y… ¡la vara se partió en dos! Dio con sus huesos en tierra, amén de medio ladrillo encajado en el costillar.

La carrera de velocidad tenía como pista un tramo de la cuadra. En ocasiones marcábamos con ceniza un metro de cada senda (¡eran solo tres!), y para hacer las veces de estambre en la meta le pedíamos «prestado» a mi madre un carretel de hilo de coser. La resistencia era más sencilla: una vuelta a la manzana. A falta de cronómetro, el tiempo en segundos se llevaba a intervalos de voz: uno, dos, tres, cuatro…

La gran estrella del evento era el fútbol, el deporte barrial por excelencia. Como no tenía sentido patearnos uno contra uno en una explanada grande —nadie resistiría tamaño desgaste—, lo hacíamos en plena calle, en un tramo de unos 20 metros. Bastaba un par de piedras separadas entre sí para establecer la anchura de las porterías. La validez del gol requería que el balón las cruzara raso, jamás de aire.

Empero, si nuestros golpeos no tomaban el rumbo correcto, nos exponíamos a que el balón cayera en el jardín de la viejita María. En esos casos, la anciana solía reaccionar con una rapidez insólita para su edad: se incorporaba como un rayo de su sillón del portal, llegaba antes que nosotros al vergel, le echaba mano al redondo implemento y nos lo secuestraba durante varios días sin derecho a réplica, siempre con el argumento de que «estábamos acabando con sus flores». De nada valían promesas y súplicas para que nos lo devolviera.

Los deportes de combate nunca se planificaron. ¿Golpearnos a mano limpia por carecer de guantes de boxeo? Negativo. ¿Abracarnos sobre el piso para aplicar alguna llave de lucha libre? Ni hablar. De haberlo hecho, uno de nosotros hubiera terminado en el hospital. La esgrima sí tuvo alguna aparición, cuando un niño del barrio nos prestó sus espadas y caretas plásticas que recibió por el Día de los Reyes. 

¡Y claro que jugábamos béisbol! Lo hacíamos «al duro» en el mismo patio, con una estropeada pelota Wilson forrada de esparadrapo, y siempre uno contra uno a cinco innings. Detrás del cajón de bateo situábamos verticalmente el fondo de un barril. La bola que lo impactara era «estrai». En caso de hit, los corredores ocupaban imaginariamente las bases: la primera en la mata de mango y la segunda en la de coco. 

Para las premiaciones ideamos un podio: tres cajas de madera. Nosotros mismos nos colgábamos las preseas de cartón pintadas de amarillo, gris y carmelita para simular oro, plata y bronce, con una hebra de hilo tomada de donde ya se sabe. Manuel Fernández —a quien hallé en Facebook luego de años sin comunicarnos— era al artífice de aquel acto protocolar.

Recién cerradas las cortinas de los Juegos Centroamericanos y del Caribe en la ciudad colombiana de Barranquilla, se agolpan en mi recuerdo aquellos juegos» de barrio en los que tanto nos divertíamos los adolescentes de mi generación. «¡Papi, mi'jo, eran otros tiempos!, me replica vehemente mi hija Sofía cuando, nostálgico, le comento detalles de otrora. Y entonces me conmina a admitir que, en efecto, las personas siempre se parecen más a su época que a sus padres.

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