En el año de su centenario, el Apóstol estaba muriendo. Los autores del golpe de Estado que fracturó la vida institucional del país conmemoraban, a bombo y platillo, la efeméride. Convertidos en mascarada, los actos oficiales violaban la esencia nutricia del proyecto martiano, lacerado, además, durante la República neocolonial por el empleo profuso de citas descontextualizadas en boca de demagogos corruptos.
A pesar de tanto desparpajo, la palabra del Maestro sobrevivía en la memoria popular y en un sector juvenil decidido a encauzar esa llama viviente en un programa de acción.
Los asaltantes al cuartel Moncada amaban profundamente la vida. Disfrutaban la música, las fiestas, habían fundado familia o soñaban con hacerlo. Lazos entrañables los unían al hogar, a los amigos con quienes podían compartir alguna vez una buena tortilla de papa, bien cocida, a la española. Disfrutaban del deporte.
Así me gusta evocarlos, animados por la energía propia de la juventud, sonrientes, bromistas, portadores de futuro. Sin renunciar a la felicidad de cada amanecer, se sometieron a la rígida disciplina del clandestinaje. Cuando llegó el día señalado, marcharon hacia su destino, sabedores de que, quizá, la muerte los estaba aguardando.
Afrontaron torturas indescriptibles. Pocos cayeron en combate. La mayoría fue vilmente asesinada, porque la tiranía tenía que cobrar una cuota prefijada de sangre. A la hora del juicio, los sobrevivientes mantuvieron incólume su dignidad y su fidelidad a los principios. Autor intelectual del acontecimiento, Martí volvía a colocarse en el centro de la historia.
Me inclino —reverente— ante el pasado, pensando sobre todo en el presente y el porvenir. En el complejo panorama contemporáneo ha llegado la hora de emprender el rescate de José Martí, trascendiendo el ceremonial de las conmemoraciones y el reparto de migajas de corteza para llegar a lo más profundo de la esencia de un pensar que traspasó lo coyuntural y develó las amenazas latentes que pesaban sobre el porvenir de Nuestra América.
Martí detectó la naturaleza de las fuerzas que impelían al imperio en desarrollo a apoderarse de las tierras situadas al sur del Río Bravo. Como lo había intuido antes Simón Rodríguez, el maestro de Bolívar, comprendió la diferencia que separaba la noción abstracta e ilusoria de modernización del auténtico proyecto de modernidad, hecho a la medida de nuestra historia y de nuestras necesidades.
El aldeano vanidoso sucumbe ante las promesas tentadoras de un mercado desregulado. De producirse una situación crítica, se podría acudir a la ayuda del Fondo Monetario Internacional, caer en la trampa de deudas impagables e imponer y someterse a las arrasadoras políticas de ajuste. El poder hegemónico ha refinado al extremo un amplio abanico de recursos. El pensamiento neoliberal penetra todas las esferas y pervierte la aparente inocencia del lenguaje. Pone al servicio de la propaganda los recursos del marketing. Apela al golpe suave y no descarta, en caso necesario, las viejas fórmulas de intervención directa. Desacredita la política, convirtiéndola en espectáculo centrado en la realidad objetiva de la corrupción que socava el conjunto de las instituciones, incluidos los tres poderes —ejecutivo, legislativo y judicial— establecidos como rasgos definitorios de la democracia burguesa.
Ante una izquierda desconcertada, desgajada en fragmentos, vale la pena hacerse cargo de un nuevo rescate de José Martí, transfundirle aliento renovador mediante una relectura contemporánea integral. Decía en Nuestra América: «Al tigre no se le oye llegar, porque viene con zarpas de terciopelo. Cuando la presa despierta, tiene el tigre encima». Esa definición irrumpe en un discurso que puntualiza lo que habremos de hacer como autodefensa y principio de todas las cosas: «Los pueblos que no se conocen han de darse prisa por conocerse, como quienes van a pelear juntos». Subraya a continuación que el camino del conocimiento pasa por el ejercicio sistemático de la crítica.
Martí revive en una hora decisiva para el porvenir de los pueblos de Nuestra América. En trinchera de ideas no se combate con piedras. Como planteara Fidel, para salvar la continuidad de la necesaria Revolución redentora, hay que hacer en cada etapa lo que corresponde a ese momento. Retomar las claves de la historia, apropiarse de los saberes que afianzan el poder hegemónico, escudriñar a fondo la compleja realidad de nuestros países en lo que tiene de duradero en su memoria cultural y de mutante en las demandas del devenir de los tiempos, constituyen tareas impostergables.
Contamos con enormes reservas minerales, hídricas, y con una naturaleza que contribuye a oxigenar el planeta. Disponemos de un potencial de recursos humanos de gran valía, apto para acceder al conocimiento requerido para definir nuestro proyecto de modernidad, devolver a la palabra su prístina transparencia y desterrar para siempre al aldeano vanidoso.
Nuestra América está ahí, palpitante. Espera por nosotros. Se manifiesta en las voces de quienes acompañaron la campaña de López Obrador, en ese México tan cercano, donde el Apóstol vivió, trabajó, profundizó su aprendizaje del continente y encontró el calor de la amistad fraterna de Manuel Mercado.