Al cursar Cívica en la escuela primaria, hice un descubrimiento que me impactó profundamente. No lo he olvidado nunca. A pesar de haber visto la luz primera en un hospital de París, yo era ciudadana cubana por nacimiento. Mi padre había tomado la precaución de registrarme en nuestro Consulado en Francia. Al amparo de la bandera, las representaciones diplomáticas en el exterior constituían parte del territorio nacional.
No sería, pues, una ciudadana de segunda clase como sucedía en el caso de los extranjeros naturalizados. Podía aspirar a la Presidencia de la República y a un curul en el Senado. En verdad, ambas cosas no formaban parte de mi proyecto de vida. Según recordaba Dora Alonso muchos años más tarde, mi vocación se había definido desde muy temprano. Cuando fuera grande, sería intelectual.
Aunque no tuviera clara la conciencia de ello, mis paradigmas se habían forjado entre personas que bordeaban la miseria extrema, como los pintores Ponce y Víctor Manuel, o alcanzaban apenas el nivel de una pobreza digna, estaban animados por sueños, fuente de vitalidad, cimiento de sentido de la existencia.
En aquella remota experiencia infantil se encuentra, quizá, el origen de una conciencia ciudadana que me llevó a reconocer el imperio de la ley, la distancia que separaba entonces la formulación teórica y su aplicación práctica, la necesidad de luchar sin tregua por la construcción de un mundo donde no hubiera excluidos por razón de lugar de nacimiento, de origen social, de color de la piel, de género y de orientación sexual.
El susurro persistente de mi conciencia ciudadana me induce a involucrarme en el debate acerca de nuestro proyecto constitucional. Cuando escribo estas líneas, el texto no ha llegado a mis manos. Dispongo de algunas referencias a partir de la discusión sostenida en la Asamblea Nacional. Carezco de cultura jurídica. Pero toda ley no se reduce a una formulación abstracta. Nace y repercute en el contexto histórico-cultural de una sociedad concreta. Por ese motivo, a modo de entrenamiento y aprendizaje, acabo de revisar la Constitución de 1940, una de las más avanzadas de la época. Mi lectura se basa en el análisis de los contextos que cualificaron aquellos años.
Desatada la Segunda Guerra Mundial, en plena batalla por superar las consecuencias de la crisis económica del 29, la política exterior norteamericana reorientaba sus tácticas en relación con América Latina. Optaba por sustituir el apoyo a los caudillos de mano dura por fórmulas más democráticas. Correspondería al coronel Batista convocar a la Asamblea Constituyente. A nivel internacional, al cabo de una lucha secular, el poder y la capacidad organizativa de los sindicatos se habían fortalecido. En nuestro entorno más inmediato, las ideas revolucionarias emergentes en la tercera década del siglo, maduraron en el enfrentamiento al machadato. El golpe perpetrado por Caffery, Batista y Mendieta a principios de 1934 no pudo castrar el desarrollo de un pensamiento de raíces diversas, contradictorio a veces, pero portador de expectativas respecto a la posibilidad de conquistar una patria soberana, con justicia social y despojada para siempre de las lacras del coloniaje.
Con su prosa elegante y transparente, la Constitución del 40 revela la cautela necesaria para establecer el difícil equilibrio entre fuerzas antagónicas en conflicto. Describe el territorio soberano de la Isla y sus cayos adyacentes en términos de geografía física. Elude con ello toda referencia a la base naval de Guantánamo. Soslaya el abordaje de las consecuencias de la dependencia económica. Resulta, en cambio, muy precisa en la definición de derechos obreros y de garantías para la maternidad. Un lector avezado advertirá la referencia a las llamadas cañas de administración, latifundios adscritos a los grandes centrales norteamericanos, en favor de los derechos de los pequeños y medianos colonos. Por otra parte, la proscripción del latifundio queda sujeta a la promulgación futura de leyes complementarias. En cambio, extrema los detalles en cuanto a las medidas destinadas a frenar la corruptela y el clientelismo políticos imperantes, las cuales nunca llegaron a tener resultados efectivos en los años subsiguientes.
Útil para el mejor conocimiento de nuestra historia, la relectura de la Constitución revela la transformación vertiginosa sufrida por el capitalismo en pocas décadas. Concedía entonces singular importancia al papel regulador del Estado, no solo en el desempeño de sus funciones coercitivas y en aquellas orientadas a dirimir conflictos entre pa-trones y trabajadores. La crisis del 29 encontró en las doctrinas económicas de Keynes un instrumento idóneo para la lenta recuperación de la economía, que en Estados Unidos habría de beneficiarse además con el impulso adquirido por el complejo militar industrial gracias al conflicto bélico que se expandió por Europa, Asia y África. Una po-derosa inversión estatal en gigantescas obras de infraestructura contribuiría a la recuperación de empleos y a la reanimación de un mercado interno que favorecía a la agricultura y la industria. La actual subordinación a las leyes del mercado se traduce en una construcción ideológica manifiesta en el uso perverso del lenguaje hasta el punto de convertir en sinónimos neoliberalismo y modernidad, y socavar las bases de la democracia burguesa. Ejemplo evidente lo encontramos en nuestra región a través del sometimiento del poder judicial a los intereses de la política.
En medio de tan complejo panorama, el debate popular en torno a la Constitución habrá de conducirse con la profundidad y el rigor que exige el momento histórico, en tanto ejercicio pleno de conciencia ciudadana. Abre el camino, además, para la adquisición progresiva de una cultura jurídica, indispensable para el funcionamiento adecuado de la sociedad, sometida, como garantía básica para la convivencia, la preservación de nuestros valores y el bien de todos, al imperio de la ley.