Delicado, complejo y doloroso, el fenómeno de la prostitución desafía hoy —como otras manifestaciones antisociales que anuncian el empobrecimiento de los mejores valores del espíritu— a todo cubano con honor, a quien tenga a la dignidad humana como el centro de la filosofía con la cual existir.
La Revolución triunfante del Primero de Enero se hizo transida de múltiples anhelos, entre ellos el de erradicar esa compraventa del cuerpo y del alma. A la altura de 1968 la realidad de un burdel con sus puertas abiertas se había convertido en cosa del pasado. Hombres y mujeres se sumaban a cuanta oportunidad daba el país para trabajar y estudiar y así llevar una vida decorosa para ellos y su familia, en un proceso que nacía rompiendo abismos de clases y discriminaciones de toda índole.
Los «periféricos», los marginados tan bien dibujados por nuestro cine en una temporada en la cual el salto de 1959 era un suceso todavía reciente, tenían razones para estar a la zaga, para insertarse con cierta torpeza en un engranaje que estaba llamado a reivindicarlos en sus autoestimas. Aquellos hombres y mujeres inadaptados, despojados de instrucción y de una cultura que entonces no era una conquista popular, no habían tenido antes de la Revolución aspiraciones edificantes porque el estado de cosas les había arrebatado la posibilidad de crecer y de hacer algo con sus suertes.
Por eso, cuando se pudo, el afán de crecimiento en todos los sentidos resultó masivo. Hasta la década de los 80 del siglo XX el sello generalizado era el esfuerzo que encontraba resarcimientos en un escenario económico que no era agónico. Pero un punto de giro muy adverso sobrevino a finales de los años 90. Con magistral precisión el Comandante en Jefe Fidel Castro describió ese momento en su discurso pronunciado el 5 de enero de 1999, durante el acto efectuado en el teatro capitalino Karl Marx por el aniversario 40 de la constitución de la Policía Nacional Revolucionaria.
«Sabíamos —dijo entonces Fidel— las consecuencias que iba a producir el tremendo golpe político e ideológico que significó la desaparición del campo socialista y de la URSS, la desmoralización, el desaliento en muchos, la falta de fe y de confianza en un número importante de personas; pero, a pesar de todo, confiábamos en la fortaleza de nuestro pueblo y en la semilla sembrada a lo largo de 30 años de lucha abnegada y heroica, dentro y fuera de las fronteras de nuestra patria».
Han transcurrido desde aquel desplome otros 30 años de resistencia heroica, de medidas tácticas y estratégicas tomadas por la Revolución y vividas por su principal protagonista, el pueblo. Haber llegado hasta aquí ha impactado en las dimensiones de lo material y de lo subjetivo: en una suerte de triste reflujo que dio señales de desgaste moral, había reaparecido a ojos vistas la prostitución en los años 90 del siglo XX. Y hoy, como virus que arrecia, se manifiesta no solo a la usanza de esos años duros del «período especial» (con la muchacha o el muchacho abordando impúdicamente al cliente en espacios físicos), sino a través de escarceos en el mundo virtual, donde gracias a las nuevas tecnologías se arreglan encuentros y hasta matrimonios que muchos han naturalizado sin más análisis que el beneficio mercantil.
Hoy los que tarifan sus cuerpos muchas veces no son aquellos «periféricos» absolutamente vulnerables y frágiles en lo social, desprovistos de instrucción. Se sabe que algunos han cursado incluso estudios universitarios. Y tristemente se da un nivel de tolerancia en el imaginario colectivo, como si quienes incursionaran en ese canje empobrecedor fuesen «heraldos de la salvación».
En lo más profundo de su abismal complejidad, el tema es esencialmente de valores. Y hablar de él como de otros alusivos a la conducta, para prevenirlo y enfrentarlo, siempre hará más fuerte a la Revolución.
En otro momento de su intervención el líder humanista reflexionaba: «La prostitución no suele estar sancionada en muchos países, y no creo que debe haber sanción propiamente penal. Ya una vez tuvimos 100 000, cuando la población apenas sobrepasaba los seis millones de habitantes, y la Revolución pudo erradicar la prostitución en relativamente poco tiempo, fue capaz de rehabilitarlas. Pero rehabilitar no es un consejito (…).
«Realmente duele mucho —afirmaba su parecer en 1999—, duele mucho que un país que les ha dado oportunidad de estudiar a todos los niños y las niñas; duele mucho que un país que haya hecho tanto por liquidar la discriminación de la mujer, aunque no lo haya logrado todavía totalmente; duele mucho que un país donde el 65 por ciento de la fuerza técnica sean mujeres, donde tanto se ha hecho por dignificar a la mujer, venga el extranjero, venga el cubano a engañarla, a someterla, a enviciarla, a corromperla. ¡Duele mucho! Por eso es que digo que tienen que ser tan severos los castigos con los que promueven eso, y a ellas, que son las víctimas, tenemos que reeducarlas, rehabilitarlas, estoy convencido. Y no basta eso, creo que hay que levantar los valores morales; pienso que hay que presentar ante el pueblo, realmente, con todo lo que tiene de bochornoso esto, la gravedad, el daño que hace, la desmoralización que crea».
Fidel, en esa ocasión, definió la brújula moral: «(…) un par de tacones altos, un zapatico de lujo, un perfume seductor, un vestidito nuevo, no puede ser el precio del honor y del sustento de una nación». Y hacía, como siempre, una exhortación unitaria para seguir dando la batalla en pos de la emancipación que incluye no aprobar el acto de prostituirse: «Es necesario que todos participemos, la familia, los hermanos, los padres, los vecinos, todos, para que a tiempo (quienes incurren en esa manifestación antisocial) corten».
La realidad, tozuda y enmarañada, las urgencias y carencias de todo tipo harán el camino muy difícil. Pero ni siquiera las encrucijadas más duras le quitarán sentido a preguntarnos qué queda en el corazón de un ser humano cuando entrega su cuerpo fríamente, sin que medien esas variables tibias que llamamos afecto, ternura, esperanza y respeto.