Quizá no haya nadie tan infeliz como un enfermo mental. A veces hiperconsciente de su soledad; otras, con una euforia desmedida que en el fondo esconde tristeza. A ratos, enajenado. A ratos, con pánico… Urgido de sicofármacos y odiándolos a muerte. Desguarnecido. Roto. Todo lo que un humano haga por aliviar a otro que el destino puso en esa oscura senda, es poco, y altamente loable.
Hoy quiero narrar de un sitio donde se lucha por esa gente que la sociedad —desde los gestos más sutiles hasta los enormes— muchas veces aparta.
Salvo el desacierto de la nomenclatura, porque denominarla con esta letra rápidamente conduce a los despectivos «locos» y «locura», en la sala L del hospital Abel Santamaría, de la ciudad de Pinar del Río, todo lo profesional fluye hacia el bien de los necesitados.
Michel y Mercy, los auxiliares de limpieza, intentan cada día poner brillo donde las carencias han colocado, por momentos, falta de agua o algún baño tupido. Las pantristas se esmeran para llegar en tiempo a servir comidas y meriendas y la secretaria de la sala es puntillosa con el orden y la documentación de los procesos.
Sabina, la veterana del cuerpo de enfermeros, desde que entra viene repartiendo sonrisas y llamando a cada paciente por su nombre. Su aire juvenil y su soltura ganan el cariño a primera vista. Pablo y Luis, impecables en sus blancos uniformes, casi no hablan para no ofender; y con la mayor decencia recomiendan a ingresados y acompañantes las actitudes que garantizan mejor calidad de vida. Palacios, hombre y amigo, encarna el típico jodedor cubano; pero ojo, profesional de los zapatos al pelo. Aleyda ilustra la constancia; y Maritza —la mulata del sabor— asume la jefatura de enfermería con destreza y eficiencia.
De los médicos, Tomás es el decano. Erguido, marcial y con su portafolio en ristre. Traje y corbata impolutos. Manantial de alumnos siguiéndole los pasos. Torres, sigiloso y con ojillos escrutadores, busca razones culturales y amplitud de definiciones para las dolencias y sus curas. Carmen se mueve diestra y rigurosa en el pase de consulta. Y Dalia lleva como sello distintivo la dulzura: su palabra, aparte de fundamentada en saberes, llega cual bálsamo para las angustias. Iván, también de la grey de los bromistas, está disponible siempre para sus pacientes. Cordial y afable, se esfuerza por que cada tratamiento sea un consenso entre familia, enfermo y especialista. No impone, convence. Tiende su amistad y recoge altos frutos.
Con la vista sobrevolándolo y coordinándolo todo anda Marlén, la jefa de sala. Severa cuando debe serlo, amable en cada instante. Capaz de sobreponerse, incluso a los embrollos personales que trae la cotidianidad para no abandonar el timón.
En carne propia —la de mi madre— he sentido el desvelo solidario de este equipo. Los he visto afanarse para que, si falta una pastilla, al menos no falte nunca el conocimiento y el consejo. Depresiones, esquizofrenias, delirios, obsesiones… encuentran en sus manos un camino a la estabilidad y el buen vivir. No son perfectos. Y a veces uno podría criticarles aquella o esta otra postura, o el día en que, tal vez agobiados por mil asuntos, nos dedicaron diez minutos cuando uno quería media hora. Pero sé que en ellos va mucho del decoro y la sensibilidad de los galenos de la Isla.
En la más reciente de mis estancias allí presencié la siguiente escena: había entrado una muchacha de unos 15 años, bella, esbelta y con la mirada ya perdida, tristemente, en los confines de la sinrazón. Debían inyectarla. Palacios, que ha visto tanto en sus casi tres décadas, como hábil enfermero, tuvo que llamar a una colega para que lo hiciera. Cuando salió al balcón a tomar aire, lo vi sacar —como aquellas damas del martiano Los zapaticos de rosa— su pañuelo de gigante.