Lo importante es lo que nace, reza una muy antigua idea asiática. Al pretender, sin embargo, que esa apasionada definición encaje en un tema como el de la continuidad generacional, asoma inevitablemente la necesidad del matiz: vale —y mucho— lo nuevo... que solo podrá estallar como las flores, si se nutre de lo que un día fue naciente, y hoy, tras largo vivir, encarna la madurez y la sabiduría.
Esto de las generaciones ha inspirado pasión, reflexiones y conflictos en todo momento de la Historia y en toda civilización.
Para Cuba ha sido, desde los días fundacionales, asunto de primer orden, que en la hora actual encarna la trascendencia derivada de entrar en otra Era —la de interpretar y dar continuidad a la obra de Fidel, líder de la generación que obró inmensos saltos en lo económico y en lo subjetivo—, dentro de la vida de la Isla.
Conocemos a esa generación como histórica por el gigantesco sello con que ha timbrado el camino en que andamos enrumbados en pos de la emancipación humana. Y así como hablamos de ese grupo de hombres y mujeres que reconfiguraron la suerte de millones de seres, podemos detenernos en las sucesivas generaciones que fueron sumándose con entrega a la Revolución triunfante del Primero de Enero de 1959; y desde luego, en las precedentes.
Dicho de otro modo —y así reflexionábamos hace unos días entre colegas—: están las generaciones históricas, y también las historias de las generaciones, esas que dan fe de la continuidad, de una sumatoria de consagraciones; esas que en nuestros tiempos recientes dan fe de una resistencia cuyos mejores frutos nacieron de la imbricación armónica entre los actores nacientes, y quienes ya existían y eran escuelas vivas —desde la plenitud, o desde la vejez.
Lo de imbricarnos con humildad y entusiasmo desde todas las edades es vital para los escenarios desde los cuales palpita Cuba, lo mismo ese en que se define quiénes serán nuestros dirigentes y representantes de la voluntad ciudadana, que aquellos donde se da algo a veces tan imperceptible pero crucial como la reproducción de virtudes, disciplinas y costumbres.
Con razón un joven colega me comentaba recientemente que cuando por algún motivo se producen conflictos, olvidos, rupturas, distancias espirituales o físicas entre generaciones, muchos saberes se pierden. Él, a modo de ejemplo, me habló de los oficios, ese mundo de habilidades que casi siempre son tesoros familiares y que suelen ser transmitidos de padres a hijos. ¿Y cuántas pérdidas estaríamos condenados a sufrir de no lograr el difícil pero imprescindible arte de la imbricación generacional?
En esto de participar y de aportar nuestra historia de generación a la Obra, los «encasillamientos» nos llevarían siempre a un callejón sin salida: «Son los héroes —afirmó José Martí para echar por tierra cualquier prejuicio relativo al tiempo vivido— patrimonio de todas las edades». Y es con esa intención —recogiendo de cada protagonista lo mejor de sí, y trenzando voluntades— con la que podremos hacer el país soñado.
De modo que todo vale en el destino colectivo: lo naciente, lo que habita en la plenitud, y lo que por intenso y largo batallar merece la veneración. Solo en una interrogante —así lo veo yo— valdría la pena detenerse: ¿El protagonismo, la historia de nuestra vida sumada al torrente que otras tantas ya conformaron, nacerían del lado limpio del corazón?