Cuando tenía dos pesetas, allá en mi lejana juventud, me sumergía en una prolongada tanda cinematográfica. Frecuentaba los ya desaparecidos Verdún y Majestic, situados en una calle célebre por su fama prostibularia. Allí, ajena al mundo que me rodeaba, podía disfrutar un buen largometraje, un paréntesis de muñequitos, y soportaba con resignación la inevitable presencia del noticiero. Era el desfile gris de lo ya sabido, con más visos de crónica social que de información verdadera, sometido a la densa rutina de una cámara inmóvil.
A diferencia de lo ocurrido con la generación de nuestros padres, la mía creció bajo la influencia del cine, incorporado ya a la vida cotidiana. Para muchos constituía mero entretenimiento, tiempo de evasión dominical compartido con amigos y también espacio propio para la aproximación entre las parejas. Una minoría creciente se apasionaba por descifrar los secretos de una manifestación artística que convocaba el interés de las multitudes y que, en medio siglo, desde el mudo hasta el sonoro, había construido su propia historia y abierto horizontes renovadores al concepto cultural. En algunos maduraba la aspiración —entonces puro sueño de una noche de verano— de convertirse en cineastas.
Los sueños se convirtieron en realidad con el triunfo de la Revolución y la consiguiente creación del Icaic. El auspicio al cine documental y de ficción se complementó con la aparición de un noticiero que, muy pronto, demostró probada eficacia comunicativa bajo la conducción de Santiago Álvarez. Avalada por la Unesco, su obra ha alcanzado reconocimiento internacional. Confieso, sin embargo, que no me gusta el silencio de los panteones. Prefiero rescatarla viva, como fuente de conocimiento para desentrañar las claves del ayer y los rumbos de la contemporaneidad.
Con la distancia del tiempo podemos descubrir los caminos que se bifurcaban en los 60 del pasado siglo. El proceso descolonizador transitaba por el auge de su onda expansiva. En los intersticios de la Guerra Fría, el Movimiento de los Países No Alineados tomaba la palabra.
En Estados Unidos, la guerra de Vietnam era el detonante que promovía la resistencia entre los jóvenes universitarios. Al mismo tiempo, adquirían visibilidad otras fisuras latentes en la nación. Los excluidos de siempre se manifestaban a través de la acción y la palabra. Era el combate en favor de los derechos civiles de los negros. Las mujeres reclamaban el acceso a una auténtica igualdad, aún no conquistada. También se sumaban los excluidos por distintas razones, entre ellas, las de orientación sexual. De diferentes polos, en un amplio espectro ideológico que se movía entre el reformismo y las posiciones más radicales, convergían aspiraciones a edificar una sociedad más justa.
Menos visibles, otros fenómenos intervenían en la modelación de la realidad. La televisión desplazaba al cine en el monopolio de la comunicación audiovisual. Entraba a los hogares. De carácter comercial, su éxito se sustentaba en asociar la necesidad de reposo a una tendencia al acomodamiento evasivo, refugio del no pensar. Desde el territorio de la intimidad, forjaba gustos y formulaba un recetario acomodaticio y adormecedor.
Ante el embate, algunos Gobiernos subvencionaron alternativas más válidas en lo cultural, aunque han tenido que ceder terreno presionados por las demandas del mercado. En el plano de la economía, avanzaba la rápida transnacionalización del capital. Bajo ese auspicio, cobraba forma el pensamiento neoliberal. Ese contexto da la medida de la envergadura del proyecto emprendido por Santiago Álvarez en sus noticieros y documentales.
Cuba desempeña un papel de primera importancia en el enfrentamiento a las distintas formas de coloniaje. Para lograr ese propósito, había que plantearse también la indispensable descolonización de las mentalidades. Frente a quienes asumían una actitud paternalista de implícita subestimación de las capacidades de entendimiento de las grandes mayorías, se imponía la necesidad de estimular el desarrollo de un interlocutor avispado, inquieto, lúcido, crítico y participativo.
Se planteaba así una modificación sustantiva en las reglas de la comunicación. Había cesado el dominio absoluto del mensaje transmitido mediante la palabra. A través de medios cada vez más invasivos, la información y el relato de los acontecimientos se valían de la acción simultánea de la voz, el sonido y la imagen. Valiéndose de su dominio de los recursos del arte y de una perspectiva conceptual, Santiago Álvarez utilizó de manera consciente la conjunción de distintas expresiones de la creación para estimular el interés del espectador, para tocar las fibras del intelecto, la sensibilidad y la emoción. Tendía un puente dialógico —a veces cómplice y humorístico— con el destinatario, que compartía así la exploración de la realidad viviente.
El poder financiero coloca hoy la comunicación audiovisual al servicio de la manipulación de las conciencias. Como lo hizo Santiago Álvarez en su momento, nos corresponde ahora, descartando rutinas y tentaciones de trasplante mimético, convocar al talento, la creatividad y la imaginación para elaborar un modelo alternativo de comunicación audiovisual.