La historia transcurre a través de procesos de larga duración. Los conflictos que hoy desgarran al mundo amenazan la supervivencia del planeta, desencadenan migraciones indetenibles, incitan a la violencia y se expresan en un racismo prepotente. Tuvieron su origen en la colonización desatada hace algo más de cinco siglos promovida por la codicia de las materias primas. Comenzaba así, como lo advirtió Carlos Marx, la acumulación originaria del capital. El oro y la plata venían de una América recién conquistada, pasaba por España para llegar a las naciones que se estaban forjando en el norte de Europa. Vendría luego el enfrentamiento feroz por el dominio de los mercados con la consiguiente exaltación del espíritu competitivo. En apuntes juveniles, el propio Marx señalaba que para multiplicar las ganancias había que estimular la aparición de nuevas necesidades, en un camino de creciente enajenación humana. Sobre la sangre de los vencidos, sobre culturas truncas, los triunfadores enmascaraban el crimen tras la cobertura propagandística de una supuesta misión civilizatoria.
Sin embargo, del universo de los oprimidos fue surgiendo un pensamiento que dinamitaba las bases del gran relato instaurado por las narrativas oficiales. Se basaba en el reconocimiento de las realidades concretas que configuraban contextos específicos que apuntaban, además, a claves comunes, a pesar de las diferencias históricas y culturales. Conectaban a la América Latina con los extensos territorios de Asia y África, proveedores tradicionales de materias primas y de fuerza de trabajo a bajo costo. El estallido de una perspectiva renovadora a escala planetaria se produjo a mediados del siglo pasado, cuando los colonizados de ayer tomaron la palabra en los grandes foros internacionales, mientras se combatía en Vietnam, en Argelia, y triunfaba la Revolución Cubana.
Acabo de repasar Pensamiento anticolonial de Nuestra América, recopilación de ensayos de Roberto Fernández Retamar auspiciada por Clacso y Casa de las Américas. Ha sido un regreso a textos leídos, uno a uno, cuando se dieron a conocer por primera vez, apenas salidos del horno, a la vuelta de los 60.
Atravesados por el tiempo transcurrido, el de la historia y el de mi propia existencia, adquieren mayor dimensión y riqueza. La realidad de ahora, marcada por el derrumbe de la Europa socialista, el dominio desembozado del capital financiero, las incertidumbres de una izquierda fragmentada, la crisis de valores, el desconcierto y escepticismo de muchos intelectuales, tiende un velo sobre las contradicciones fundamentales que eslabonan el curso de los procesos históricos de larga duración.
Hemos olvidado que, concluida la Segunda Guerra Mundial, se hizo visible el lazo que vinculaba a Asia, África y América Latina, los tres continentes que padecieron el yugo colonial. Algunos Estados obtuvieron entonces su independencia política y modificaron con su presencia la composición de las Naciones Unidas. Ante ese foro, Fidel Castro pronunció en 1960 un discurso memorable. Con plena autoridad, la voz de Cuba alertaba de los peligros latentes a quienes recién se estrenaban en el convite de las naciones.
Mucho antes, en los albores del XIX, la América Latina había alcanzado su primera independencia, lastrada todavía por numerosas manquedades. Al calor de esas contradicciones, fue madurando un pensamiento. Poco difundido, subyacente, circulaba por nuestros países. Su resonancia se acrecentó en el estallido de la Revolución Mexicana en 1910. Estábamos aprendiendo a descifrar las claves de la historia con mirada propia. Así lo hicieron Mella y Mariátegui. A mediados de la misma centuria, las voces de nuestros escritores se proyectaban más allá de nuestras fronteras. Nuestros economistas esbozaron la teoría de la dependencia con sus consecuencias en lo social y en lo cultural.
Se revelaba entonces con plena claridad que, en Cuba, llegada tardíamente a la ruptura del vínculo con España, la intervención norteamericana había sustituido las fórmulas anquilosadas de coloniaje por la instauración del modelo neocolonial. La aparente independencia política quedaba sometida a las presiones de la economía. Implementada en la Isla, la fórmula habría de tener larga y dramática historia.
En ese renovado batallar de las ideas, Roberto Fernández Retamar sitúa a José Martí en su Tercer Mundo. En acuciosa y profunda relectura, articula vida y obra. Solo así, pasando por el epistolario, por los artículos de Patria, por la concepción del Partido Revolucionario Cubano, puede revelarse todo lo que en silencio tuvo que hacerse, junto a la suprema lucidez de un actuar político imbuido de las tendencias dominantes en el acontecer de su tiempo, pero afincado siempre en la realidad concreta de un contexto específico.
De esa manera, la acción requerida por las exigencias de la inmediatez se inscribía orgánicamente en una visión, profética y estremecedora, de futuridad. Por eso, «Patria es humanidad», tal y como lo entendieron el martiniqués Frantz Fanon al comprometerse con la causa argelina y el argentino Ernesto Che Guevara, entregado al destino de «los condenados de la Tierra».
No alcanza este breve espacio para volver sobre Caliban, proyección emancipadora de este Caribe nuestro. No quiero, sin embargo, dejar escapar la oportunidad para insistir en la urgencia de retomar, a la luz de la contemporaneidad, el debate sobre civilización y barbarie. Lejos de volver las espaldas a los avances de la ciencia, tenemos que ponerla al servicio de un concepto de modernidad que contribuya a la salvación de nuestra especie y detenga la expansión prepotente de un poder hegemónico, valido ahora de la instrumentalización de la cultura. En nuestras más legítimas fuentes originarias habremos de encontrar el camino para afinar las ideas, esas armas imprescindibles en el combate de nuestros días.