Los pregones desempolvados hoy resultan un tema recurrente, con más o menos fervor, para revelar que no tienen nada, nadita de reliquia folclórica. Más bien han vuelto para revivir una costumbre con una historia milenaria surgida, según estudiosos del tema, en las grandes ciudades, con el fin, obvio, de vender mercancías.
Tampoco existen dudas de que vive un nuevo esplendor esa manera sonora, ingeniosa y desenfada de anunciar las ventas con una mezcla de voces en la que convergen tonos desafinados, armoniosos, roncos, claros y enredados.
Desde esta misma columna evocaba, hace unos años, que la historia del pregón en Cuba, expresión folclórica del canto popular, se remonta a finales del siglo XIX, y cómo los cantos de vendedores ambulantes se expandieron desde la tribuna de la calle hasta el universo, debido a que compositores y trovadores asumieron motivos de aquellos para crear canciones.
Citaba, quizá como las dos más famosas, inspiradas en ese cantar por las callejuelas, El manisero, de Moisés Simons, y Frutas del Caney, del escritor y compositor Félix B. Caignet.
El gran músico Ignacio Piñeiro en el son Échale salsita utilizó motivos del pregón de un vendedor apodado el Congo, que se dedicaba a la venta de butifarras en Catalina de Güines. Las anunciaba de esta manera: «En este cantar profundo/ Lo que dice mi segundo/ No hay butifarra en el mundo, como la que hace el Congo/ Échale salsita, échale salsita...».
El breve repaso sobre esa historia del pregón la hilvané, como preámbulo, para exponer la nueva variante de los pregoneros madrugadores que entonan sus cantos cuando todavía los claros del día están por aparecer en el horizonte de la ciudad, dormida apaciblemente.
Los hay ya antes de las cinco de la mañana anunciando a toda voz el pan calientico, el acabado de salir del horno, «y con su acompañante», camuflaje verbal este para evitar designar por su nombre a la deliciosa mantequilla.
A pulmón lleno anuncian también el ajo, la cebolla blanca, morada, y todo lo que les venga en ganas, como si fueran las ocho o las diez de la mañana.
¿Con qué derecho imponen el «de pie» a muchísimas personas, interrumpen el sueño de los niños o molestan a los enfermos con esa gritería en do mayor, conscientes de que la gente está aún dormida?
Si bien aplaudo el resurgimiento de estos voceadores, debo decir que no encaja este proceder, al margen de la más simple lógica. ¿Quién les otorgó la facultad de convertir las calles en una valla de gallos antes de las cinco de la mañana? ¿A quién le toca meterlos en cintura? La respuesta a esta última pregunta es obvia, ¿no?
Para cerrar, voy ampliar más sobre esa manera de ahora, paradójica e inédita, de imprimirle al transitar pregonero un ritmo de caminata rapidísimo.
Hay muchos que pasan tan de prisa, como si estuvieran huyendo, que cuando usted escucha su anuncio mercantil y sale a la puerta o al balcón ya el hombre va alejándose por la otra cuadra.
Si decide llamarlo, él, que atiende a otros clientes que se ha tropezado en el camino, no mira para atrás, pues sigue raudo en su rutina, ensimismado en vender al que se encuentra a su paso y desdeñando al que dejó detrás.
Este tipo de vendedor ambulante acelerado hace vacilar también al posible comprador que opta por dejarlo seguir si desconoce el precio de las mercancías que ofrece. ¡Imagínense ustedes lo que se pudiera formar si lo hace virar más de una cuadra y después no le convienen los precios de sus ofertas! La cantaleta que le forma es de padre y señor nuestro.
A los vendedores, un comportamiento apresurado y vertiginoso, en vez de sumarles les resta. Que haya quienes prefieran hacerlo así es su decisión personal, pero el cantío madrugador, como pregones disonantes y molestos, son otros cinco pesos. Y creo que en este asunto ya no debemos seguir dejando que valga aquello de tiempo al tiempo.