Mi abuela decía que llegar a China era muy sencillo, que había que cavar, eso sí, cavar bastante la tierra; pero que llegaríamos. Decía también que nunca me diera por vencida, que bajo la arboleda del patio estaban el emperador Qin y sus jardines de loto.
En algún momento de mis nueve años me dediqué a encontrar el viejo imperio, mas un día, cuando mis zapatos no eran más que surcos, ¡ay de mí!, preferí levantar los brazos al cielo y llegar a un acuerdo con mi abuela, para que me enseñara cómo acortar ese largo camino.
Entonces fue la primera vez que oí hablar de Chin Kin Chou, una china que vive en Cuba. Mi abuela me contó que en 1955 llegaron cientos de barcos al puerto de La Habana, entre estos uno del lejano país, cargado de hombres que dejaban atrás pobreza, hambre y frío, y buscaban una vida diferente.
Ese día Chin Kin y su madre pisaron esta tierra, donde ya vivían desde años atrás su padre y su hermano. «Sabíamos que no les iba mal y que tenían una bodeguita en La Habana. Por eso decidimos venir para acá», me cuenta ahora Chin Kin, quien aún adorna su casa con cuadros de corcho oriundos del Oriente.
Desde aquella llegada y con el paso del tiempo, sembró en su jardín, en vez de flores de loto, mariposas, empezó a hablar mandarín solo en su casa y cambió su nombre original por el de Hilda. «El idioma me fue muy complicado; tenía 20 años y no era edad de ir a la escuela, pero poco a poco aprendí el castellano».
Su padre comenzó a realizar actividades con toda la sociedad china radicada en Cuba y así ella conoció el amor en Ramón Yong (Chen Nam), quien había llegado desde China en 1954. «Su español no es muy bueno porque lo aprendió cuando cortaba caña para la zafra y cargaba sacos en la bodeguita de papá», se disculpa ante las cortas palabras que su esposo trata de decir.
Ya han soplado demasiados tifones en Asia y ciclones en América. Hilda sabe que no volverá a los campos de arroz, donde el sol sale más temprano, pero se contenta con que todos sus hijos y nietos estudien en la tierra de las palmas y los cañaverales.
Me muestra un cuadro chino que simula personas en festejo. Le pregunto entonces por el año lunar y responde que hace mucho que perdió la cuenta de su calendario, ese que se reinicia cuando la luna apaga el solsticio de invierno y enciende el equinoccio de primavera. Sin embargo, estos chinos que han llegado a sentirse cubanos, como cualquiera de los que han nacido en esta Isla, comen potaje, cocinan chiviricos, usan ropa isleña y hasta queman un muñeco cada 31 de diciembre.
Después de escucharlos, reímos por aquella tarea de cavar la tierra que me dio mi abuela, que no era para hacerme dar un viaje largo, sino para que crecieran mis aventuras de chiquilla.
Pero este año, ahora que en febrero la luna nueva alumbra en China el Fu (felicidad) por el joven 2018 y se enciende aquí la Feria Internacional del Libro dedicada a esa nación, como le dije a mi abuela, cavaré bien hondo, ya no en la tierra sumisa, sino en los libros que fabrican mundos. Así las letras y los espacios abrirán las puertas de la Gran Muralla, y seguramente llegaré a China.