Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El palique bancario

Autor:

Luis Raúl Vázquez Muñoz

En una época, de cuyos años de vez en cuando uno quisiera acordarse, había por todas partes unos cartelitos que decían: «Mi trabajo es usted». Se exhibían en restaurantes, bares, cafeterías y no estaban en las paladares, porque ellas no existían aún; y hasta de vez en cuando se mostraban en los televisores durante algún programa humorístico de turno.

La frase, en cuestión, era hija de un momento a finales de la década de 1980, cuando se intentaba mejorar la calidad de los servicios a la población, sobre todo en la consabida atención al cliente, que es, como se sabe, uno de los añejos látigos sin cascabel de la economía cubana.

Pese a la cierta lejanía de sus orígenes, la recordaba un lector, quien la glosó con ironía mientras padecía una especie de tortura asiática en un banco. Resulta que la persona entró a la sucursal para realizar una extracción de una tarjeta magnética. Con amabilidad, señalaron una caja donde había un post y una señora delante.

«Espere a que la cajera termine», indicaron, y el hombre, en su apuro, se acomodó cerca del lugar para no perder el tiempo cuando lo llamaran. Sin embargo, los minutos apresuraron el paso, la ansiedad comenzó a crecer, una sensación de pesadez apareció en el pecho y el cliente empezó a respirar hondo y a mirar hacia los lados. «Óiganme, ¿por qué se demoran tanto?», pensó.

En la caja no se veía rastro de operación alguna. «¿Qué pasa aquí?», se preguntó. Se acercó un poco y lo que era un supuesto servicio se transfiguró en la verdad: en un palique de los buenos. La mujer le contaba a la cajera los dime que te diré de la vida. Que si fulano vino o se fue. Que si yo esto y aquello, y el codo para la tubería del lavamanos, le decía, costaba 50 pesos el de fábrica y 30 el criollo. Y la señora, con la nariz encogida: «Que ni sueñen conmigo los descarados esos: les mandé 30 pesos por la cabeza. Mira, aquí lo tengo».

Y enarboló un codo más alto que una medalla olímpica, mientras el lector observaba el artículo con los dientes apretados. Fue ahí que, al sentir cómo el alma se le trituraba, pronunció con desconsuelo antes de irse: «Y dicen que el trabajo de ellos soy yo».

De seguro que anécdotas semejantes la ha vivido cada cubano hoy. Lo llamativo del caso es cómo ella subvierte el consabido criterio, muchas veces enarbolado, de que con los aseguramientos materiales garantizados —salario incluido, por supuesto—, el buen trato surgiría por derivación de esa holgura en los puestos laborales cuya función primordial es brindar servicios a la población.

Sin menospreciar tal principio, el cual tiene su cuota de razón, nos atreveríamos a decir que el problema del buen trato y de la adecuada atención pasa, ante todo, por un problema subjetivo, en el cual influyen las condiciones laborales —sin duda—, pero también la idoneidad, las condiciones de la persona que brinda el trato y el control y reconocimiento ejercido para que esa atención sea la adecuada.

En Cuba, lamentablemente, nos movemos en los extremos sin que hasta ahora honremos las posibilidades brindadas por los términos medios. Por un lado, caemos en la exhortación sin paliar progresivamente las dificultades materiales, camino que concluye en el consignismo, el éxodo de personal calificado y que convierte en algo vacío el reconocimiento moral, estímulo que debe ser una de las fórmulas más enaltecedoras del socialismo. Por el otro, pese a las computadoras y los salarios atractivos, se puede terminar fácilmente en la prepotencia hacia los clientes y la sociedad.

El Che, ya desde los primeros años de la Revolución, alertaba de las laceraciones políticas que podía provocarle al socialismo una economía que no se erigiera sobre la conciencia y el respeto al pueblo. El propio cliente lo recordaba y hacía una pregunta. ¿Por qué con tantas cámaras de seguridad en el banco, no había una sola —aunque fuera una bien chiquita, como de juguete— velando si la bella cajera cumplía realmente su deber? ¿Cuánto cuesta la satisfacción de un cliente? La respuesta, aunque se olvida a menudo, es obvia. No, no cuesta tanto.

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