Si un amigo te llama del otro lado de la provincia para decirte que lo llamó otra amiga del otro lado del planeta para contarle que en Facebook ha visto que otro amigo ha escrito que un amigo murió, lo primero que piensas es que Mark Zuckerberg no tiene derecho a inventar boberías en el muro de nadie.
Dos segundos y medio después te das cuenta de que no es culpa del creador de la red social lo que se cuelga en esa página o no. Entonces te acuerdas de cuántas veces has «cogido para las cosas» a ese hermano del alma cada 28 de diciembre, y revisas mentalmente el calendario con voracidad de adicta y fe de creyente ejemplar, desesperada por descubrir el invento de ese loco que está jugando tan pesado.
Otros tres segundos y ya sabes que es noviembre —de paso te das cuenta que diez días atrás el amigo del que te hablan cumplió los mismos 27 años que tú y dejaste el mensaje de la ocasión para después, cuando tuvieras saldo, y luego se te olvidó—, pero recuerdas que es noviembre, no diciembre, que no es el Día de los inocentes que te trataste de adelantar para justificar semejante locura, y que… ¿por qué a tu amigo se le habrá ocurrido decirte eso?
O peor aún, ¿por qué no habla para decirte que fue jugando, o se ríe, o te provoca de algún modo en que puedas descubrir que fue otra broma de las suyas, como las que tú haces, o como las que hacía ese del que anda queriendo inventar la muerte?
Cinco, diez, 15 segundos, tres años de preuniversitario y chistes y recuerdos después, retornas a la realidad para comprobar que la llamada no se ha caído, que tu amigo está tratando de que digas algo, para asirse de algo, para soportar algo, para entender qué está pasando. Él no está para respuestas. Tú tampoco.
¿Cuándo fue la última vez que lo viste?, es la pregunta que se atora en la línea telefónica. ¿Qué le habrá pasado?, vuelve a atragantarse otra frase. Pero aún la verdad no es verdad para los sentidos aturdidos de quien no quiere y no puede creer semejante absurdo.
¿Qué es lo irracional?, piensa uno. Cualquiera muere un día. Todos morimos un día. Pero no los amigos del pre… esos quedan eternizados en miles de noches de confesiones, compañías de pasillos, chistes incomprendidos por el resto del mundo. Los amigos del pre no mueren.
Uno se va a vivir cualquier vida, a seguir estudiando fuera del pueblo, de la ciudad, del país; a trabajar en algún lugar remoto; o a construirse una familia donde le agarren los años. Pero los socios del pre se quedan en el pre. Deambulando por algún balcón, compartiendo las reservas de galletas para ese fin de semana eterno sin pase, o estudiando para alguna prueba que luego la vida se encarga de suspender.
Tu amigo cuelga. Tratas de pensar en lo que dice que ha pasado. Pero no puedes. Prefieres olvidarlo. Prefieres pasar días, semanas o vidas con esa noticia escondida en cualquier trozo sin fondo del alma. Escoges no torturarte por la gente que hace tiempo no llamas o por las veces que has postergado cualquier reencuentro informal. El tiempo no entiende de aplazamientos.
Entonces te pones a escribir. Con ese raro aire de periodista consternada que ese socio que hace tiempo no veías tal vez no hubiera podido descifrar. Quién sabe que al doblar la esquina estará esperando cualquier carrera, cualquier vocación, cualquier obsesiva manía de resolverlo todo de un solo modo. En el preuniversitario somos muy felices como para andar pensando en futuros. Hasta que el futuro llega y no tiene cara de preuniversitario.