Una taza de café ofrecida en un momento de angustia o una frase de aliento dicha cuando ya nada en la vida parece tener sentido pueden entrañar per se una fabulosa demostración de altruismo hacia quienes han encajado en sus fueros la embestida irracional y las desventuradas secuelas de un huracán de grandes proporciones.
Los cubanos somos expertos en esos actos nobles porque creemos que la palabra solidaridad posee un campo semántico más vasto que el conferido por el diccionario. Cuando aludimos a sus bondades, no lo hacemos por defecto desde perspectivas materiales, pues eso sería admitir que todo se puede resolver así. Se trata de que, para nosotros, en la espiritualidad hay mucho de filantropía.
Un colega me relató hace poco un hecho que confirma cuánto valemos afectivamente y efectivamente, incluso en contextos extremos. Aconteció en un centro para evacuados, la víspera del paso del huracán Irma por mi provincia. Según me contó, una recién parida se quedó sin leche materna para alimentar a su bebé. Y una mujer dadivosa, con sus senos repletos, se ofreció para amamantarlo.
Cuando en 2002 fui enviado a Guatemala a reportar sobre el trabajo de los internacionalistas cubanos de la salud en los lugares más pobres y apartados de ese país centroamericano, tuve conocimiento de más de un acto magnánimo por parte de algunos de ellos. En una remota aldea del departamento de Huehuetenango, por ejemplo, un enfermero donó su sangre para salvar a un anciano que estaba casi a punto de morir. Y un médico echó mano a su magra billetera para costearle el pasaje hasta un hospital distante a una madre con su pequeño hijo urgido de cirugía. Ni uno ni otro exigieron nada a cambio.
Es que los seres humanos, amén de necesidades materiales, tenemos necesidades existenciales susceptibles de ser aliviadas desde la solidaridad, cuya filosofía ha sido demostrada por los cubanos en el desierto de Sahara, en los cerros caraqueños, en las montañas de Pakistán y en las aldeas africanas. Helados por el frío o sudando a mares en parajes de cinco continentes; con la nostalgia por la familia y por la tierra lejanas a flor de piel; insertos de lleno en escenarios sociopolíticos abismalmente distintos…
Pero la solidaridad no solo debe ser geográficamente exógena. Hay que practicarla también puertas adentro, es decir, con nuestra gente más cercana. Y si es espontánea y nacida de la nobleza, mucho mejor. En estos tiempos en que la madre natura liberó a sus demonios en forma de ciclones, tempestades y penetraciones del mar, es casi un deber cívico tender la mano al damnificado.
Conozco familias que todavía albergan en sus viviendas a decenas de personas que perdieron las suyas por la brutal embestida del huracán Irma. Todas pasan por alto las molestias que eso entraña para los suyos y ni siquiera se permiten preguntar por cuánto tiempo se extenderá esa situación. Comparten lecho y techo con la certeza de que están haciendo lo correcto.
Ser solidario significa ponerse en función de ayudar a los demás. Es ofrecer, compartir, comulgar y sentir como propia la tragedia ajena. Paradigmas legítimos de ese proceder son la taza de café, la frase de aliento, la sangre donada y el dinero ofrecido. Desde una perspectiva material, nada de eso significa gran cosa; pero desde los afectos y desde el amor, entrañan una enormidad. Porque no solo de lo material viven las personas. De eso se trata.