A cada rato sentí que a mí, como a cada uno de sus incontables hijos por parte de patria, el guerrillero caído aquel octubre me había dejado en la tierra con solo 24 días de nacido y a la postre encargado en la multitud de mi generación, por su hermano Fidel, de iniciar la misión imposible: ser como el Che.
Miles de cubanos del 67 grabamos nuestra edad con el tiempo de su ausencia, marcando aspiraciones propias con hazañas del Comandante Amigo. Así llegan ahora mis 50 con los suyos y compruebo lo que otros predijeron desde el principio: el Che que creyeron matar sigue más vivo que todos nosotros.
En tales lances de la memoria siempre aflora el juramento. Seguramente él —que alguna vez reprendió a un entusiasta que en su cara daba vivas «al Che»— se habría opuesto a la recitación de ese propósito, pero vista la utopía generosa que ha alumbrado hay que decirlo de nuevo: Fidel acertó al sembrar en millones de muchachos la «insolencia» de contravenir la modestia del hombre que se daba entero sin dorarse el nombre.
«Seremos…» dijimos entonces al lado de quien, siendo adulto y siendo el Jefe, fue el principal pionero guevariano.
Es obvio que la mayoría no se acercó a la altura prometida y también que unos cuantos fueron más bien el envés de su luz, pero la meta honra porque refiere, mejor que ángulos individuales, hacia dónde mira un pueblo.
Hay que mirar al Che entre rayos verdaderos y entre las crecientes ilusiones de otras «luces». Así como Cuba guarda mil chispas de héroes en sus faros, el mundo en pleno requiere cada vez más la presencia fecunda de estos hombres del tiempo de los titanes. El Che no puede esconderse, no puede ser escondido, porque al marchar con nosotros sigue cabeceando nubes.
No, «el ser humano más completo de nuestra era» —como lo llamara el filósofo Jean-Paul Sartre— no se amolda con lo oscuro. Treinta años trataron de esconderlo y solo consiguieron que lo viéramos más.
La honra tiene sus marcadores genéticos. Un Presidente de Banco que a menudo no tenía dinero, un Comandante que se ponía uniforme y botas de soldado, un Jefe que compartía la mesa a trozos iguales, lo mismo que la trinchera; un dirigente entregado a la fidelidad pero alérgico a la adulación, un sentenciado que dijo al verdugo: respira, apunta bien que matarás a un hombre… no pasa inadvertido, por modesto que sea.
Hay maneras de explicarlo: él es «como un relámpago de oro en la conciencia», diría Ludovico Silva. Convencido de que el Che no empezaba ni acababa en aquel cuerpo de verde serenidad, José Saramago lo definió como «lo que tantas veces vive adormecido dentro de nosotros». Y cuando en Bolivia segaron su vida y mutilaron sus manos, Julio Cortázar solo hallaba sentido a las suyas ofreciéndolas a Ernesto para nuevos actos y otras escrituras. Dilo al fin: ¿cuántos otros juraron seguirte, Comandante?
Heme aquí, guerrillero, ya mayor, con la edad que los torpes dicen no alcanzaste. A la vera de tu marcha triunfal miro la «peligrosa costumbre de seguir naciendo» que un día te descubrió Eduardo Galeano. En efecto, naces —tienes otro primer ataque de asma a tus dos años—, juegas, creces y una mañana de escuela hasta estrenas un juramento a nuestro nombre. Seremos… Probablemente, tú solo querías ser como nosotros.