A veces quisiéramos tener poderes mágicos, como el personaje de una leyenda azteca capaz de convertir lagartijas en esmeraldas, para ayudar a los más necesitados.
Pero los milagros son muy difíciles hasta contra la pobreza. Bien lo sabemos en esta Cuba que, desde 1959, sigue intentando elevar a los humildes a los altares definitivos del bienestar.
Lo descomunal del empeño nos lo recuerda la referencia que se hizo en las comisiones parlamentarias acerca de las «personas que adoptan una conducta menesterosa».
Lo primero en llamar la atención a cualquier ciudadano atento a los debates de la Asamblea Nacional sería la forma en que se caracterizó este problema, ubicándolo casi como una «actitud» de quienes están implicados en esas tristes prácticas.
Si nos atenemos a la lógica de la mención que se hizo pública sobre el tema, lo que debe enfrentarse es una especie de «enfermedad o predisposición personal a ser menesterosos», y no una deformación social, entre las más hirientes y de las menos admisibles en un país que hizo una Revolución de los humildes, por los humildes y para los humildes, como fuera proclamado en la histórica esquina de 23 y 12 un 16 de abril de 1961, y ratificado en los documentos programáticos ampliamente consensuados tras los dos últimos congresos del Partido.
Este tipo de enfoque nos alerta que la mentalidad burocrática puede colársenos en asuntos de humanidad determinantes. Porque la burocracia es mucho más que una sobredosis de oficinas o funcionarios ineptos. Una vez crónica, se convierte en filosofía del actuar y el pensar. En ese grado paraliza, decepciona, tergiversa, trastoca la sensibilidad en abulia y la acción en reproche.
Ya alguna vez señalé en este espacio cómo algunos directivos culpaban de su pobreza a campesinos de una región del país. Si estos vivían en bohíos desvencijados y sus pequeñas fincas no les daban lo indispensable para el sustento, era su responsabilidad, su culpa. Veían a aquellos labriegos como unos guajiros vagos por quienes no había nada que hacer, sencillamente dejarlos «disfrutar» en su abandono, denuncié entonces.
En aquella columna agregué que el mismo enajenamiento lo denotaba la respuesta de un funcionario público a una crítica de la prensa. Este remarcaba que aunque su entidad había tomado las medidas pertinentes para evitarlo, «personas sin escrúpulos» las evadían y se dedicaban con especial delirio a husmear y recoger en los basureros.
Tampoco olvido el dilema de un joven médico de excepcional rendimiento, que cumplía su servicio social en las montañas orientales, para lograr que un anciano enfermo, solo y desvalido, en pleno período especial, fuera aceptado en un asilo. La gestión chocaba siempre con el impacto que sufrían esas instituciones en aquel duro momento. Solo la impetuosidad y nobleza del galeno lograron demostrar que el peor golpe lo estaba sufriendo aquel anciano abandonado, que la sociedad no podía permitirse dejar a su suerte.
Lamentablemente, no faltan incluso quienes se consideran confesos revolucionarios y, sin embargo, ven la pobreza y la marginalidad de algunos, asociadas más a las actitudes personales, que como un cáncer social que solo puede exterminarse con programas e iniciativas desde esos ámbitos, o radicales cambios sociales o estructurales. Ello, pese a que a estas alturas importantes indagaciones científicas conectan, por ejemplo, la pobreza con el coeficiente cerebral, para sugerir que esa condición puede dejar hasta marcas genéticas.
Entre las iniciativas más conmovedoras que impulsó la Revolución en estos fenómenos sociales, y que pueden ser referentes en su abordaje, estuvo el programa de estudios genéticos desarrollado nacionalmente durante la llamada Batalla de Ideas.
Había en esa búsqueda minuciosa en cada casa de cada familia golpeada por esos males una sensibilidad mayúscula. La misma con la cual, como resalté en su momento, se fundó y levantó contra toda tormenta la Revolución, y sin la que perdería su sentido y cedería en su eficacia política y social.
Las duras imágenes de las personas enfermas y de los humildísimos hogares en que muchos residían, recogidas por nuestros fotorreporteros en el desarrollo de esos estudios, demostraban cuánto queda por descubrir y resolver en materia social.
No olvidemos nunca, como me enseñaron sacerdotes católicos jesuitas a quienes entrevisté en mis años de estudios universitarios en Santiago de Cuba, que la Revolución enseñó a dar por justicia lo que antes se daba por caridad. Esa sería la única lagartija mágica para nuevas esmeraldas.