Cuando todos van en un sentido, ellos se mueven en otro. Si la gente comenta sobre algo, ellos no saben de qué se habla. A la dirección en que mira la mayoría, solo dedican la vista gorda. No es contradicción forzada. Simplemente no les interesa seguir la moda. Son ellos los dueños de su libertad y esclavos de sus pasiones. Los que no tienen que ponerse a tono, porque cantan su melodía propia. Los que parecen locos y están más cuerdos que nadie. Son mis amigos del parque en estas líneas. Pueden ser tus socios de la escuela en las palabras tuyas. Que levante la mano el que no tenga un colega de esa estirpe.
Voy caminando por las calles de mi pueblo. El parque está reventando de muchachas y muchachos que se ufanan de sus nuevas adquisiciones. A una le regalaron los tacones que añoraba, el otro tiene la cadena que quería hace semanas, aquellos comparan ropas y marcas. En la glorieta se está hablando de carros; cerca de una esquina la competencia es de motos; por el otro costado un grupo ostenta celulares; en la acera del frente, la marca y la cantidad de la cerveza que se toma es archivada para determinar estatus…
En el bar que nadie visita, casi al cruzar la calle, mi amigo me brinda un café. Sabe que hay un grupo en la plaza, pero no irá. No soporta el reguetón, me dice, como si hubiese acabado de conocerlo. Sé que tampoco le gusta que el precio de la entrada sea de 40 pesos. La discoteca está «halando» gente, observamos con la taza del néctar de los dioses todavía en la mano. No nos agradan los tumultos, recordamos. Tampoco es muy agradable pagar 50 pesos para entrar a escuchar «música».
El parque se sigue quedando vacío. Mis amigos se quedan dueños del silencio. Alguien saca el tesoro de la noche: un pepino plástico con buen vino, del que hace el vecino, el padre, el socio, del que vale diez pesos la botella. Todos celebramos. «¡A quien no le guste, el café de El Nury está bueno, caballero!», incitamos con optimismo. Siempre hay opciones. Y guitarras. Una tiene percheros en las cuerdas, otra soporta una herida con un peculiar trozo de esparadrapo..., pero no hay canciones que se resistan a nuestra «bomba».
Allá va la gente tras el reguetón. Allá va la gente al ritmo de lo que más manda. Ellos, nosotros, los diferentes, mis amigos... nos quedaremos aquí haciendo los mismos chistes, cantando las mismas canciones, pasándola igual de bien. ¿Qué de malo tiene ser original? Tal vez hayamos salvado a muchos de las mayorías. A aquellos que tenían la opción de seguir la farándula y prefirieron convertirse en raros, haciendo del swing del corazón la mejor de las modas.
Optaron por ser esta especie inverosímil de joven que no tiene para alardear ni se preocupa por eso tampoco. Que prefiere hacer lo que le gusta, aunque el pago no alcance ni para la diversión de los sábados. Que tiene otros dones secretos, como el haberse leído un buen libro o cantar como nadie el más clásico de los boleros, la canción más complicada de la trova o el estribillo más protestón del hip hop. También hacer un buen chiste, de los bobos, que son los más inteligentes, los que no necesitan a un negro, un homosexual o una mujer para burlarse.
Esta tribu que nunca va a extinguirse sabe dejar con la boca abierta a algún engreído acomodado, mientras «el pasma’o ese le tumba la jevita». Así piensan los que calculan en monedas. Mis amigos, los que sienten en abrazos, saben que la muchacha se enamoró de quien supo llegar a ella. Tal vez sus amigas no la entiendan. Y la miren de largo mientras se acomodan del brazo de quien le compra lo que ella quiere. Pero con los diferentes no hay embarque. Cuando te acercas, eres suyo para siempre.
Ellos sabrán cuidarte, acompañarte y quererte como nadie. Porque ese es su mayor arte: el de la amistad incondicional, que es la más barata, pero la de más valor.