Mi padre no pudo estar. Es la tercera vez, desde 2015, que él no va en la fila por las calles empedradas y descoloridas de Cautillo Merendero. Desde ese año varias enfermedades complejas lo emboscaron hasta dejarlo hemipléjico y con otras limitaciones anatómicas.
No lo evoco simplemente por el vínculo afectivo sino porque ahora, cuando estalla el quinto mes con todos sus significados, me parece estar viéndolo, como antaño, recorrer el pueblo con su paso apurado y su sombrero viejo, en la hilera de vecinos que celebran, sin pompas ni etiquetas, el Primero de Mayo.
Mi padre estuvo entre los que agigantaron los ojos de alegría cuando se anunció por primera vez que Cautillo, a 14 kilómetros de la capital de Granma, tendría un desfile, muy «a su modo», con la moderación característica de las localidades semicampestres.
Sí, porque Cautillo, aunque fue creciendo de manera geométrica, y dejó de ser el caserío de 24 hogares, con su merendero y su «pollera», para convertirse en un sitio de más de 5 000 personas, no tuvo en principio un desfile de trabajadores.
Por eso, la marcha que rompió el hielo, hace más de 30 años, resultó un acontecimiento. Salió desde la planta avícola Gerardo Zamora y haciendo varios serpenteos por las arterias sin asfalto, llegó rápido hasta la improvisada plaza del barrio, cerca de la Carretera Central. Allí, ausentes los bafles altisonantes, se epilogó la jornada.
Así, año tras año, el recorrido fue ganando alma. Nunca faltaron los carteles ocurrentes o rústicos, las bromas de algunos chivadores en medio del camino, tampoco la timidez de ciertos pobladores ante la mirada pública de curiosos ubicados en patios o portales.
No era un «bloque compacto», como se suele decir hoy. Tampoco un «multitudinario desfile» porque en pocas ocasiones debe haber sobrepasado las mil personas; pero se disfrutaba. Los alumnos de las distintas escuelas, desde los de la primaria Emiliano Reyes hasta los del preuniversitario Luis Augusto Turcios Lima, ponían el toque máximo de alegría, con lemas pegajosos, juegos en la fila y las travesuras que no faltan en las edades primaverales.
A veces ha habido que desfilar evadiendo pequeños charcos de agua, originados por las lluvias de abril —cuando las hubo—, o bajo el agobio de un sol picante, mas esos escollos no han impedido la celebración.
Como norma, son pocos minutos de desfile; pero muchas veces supieron a gloria. Coronan un año de espera, convierten en Rampa la estrechez del camino, ayudan a reunir a vecinos que no se ven aunque vivan cerca y descomprimen las tensiones a los organizadores.
Por cierto, en este instante me vienen a la mente las deliciosas experiencias de estrés y «escinco» que han vivido sucesivos presidentes del Consejo Popular para organizar la modesta marcha. Recuerdo la hiperactividad de Tony, los tormentos de Ubil, el delirio de Cheo, la aparente calma de Yadira...
Por desdicha, en los últimos tiempos el desfile ha bajado algo en sus colores; ha habido menos cartel y menos bulla. Sin embargo, tengo la esperanza de que reverdezca, como en otros poblados pequeños; tengo la esperanza de contarle a mi padre, en su difícil convalecencia, que el desfile ha vuelto a parecerse al que él y otros siempre soñaron.