Los errores, las equivocaciones y las acciones de las cuales de alguna forma nos lamentamos, son, como reza una sentencia popular: cuestiones humanas. Todos de una manera o de otra cometemos deslices, cargamos esas (grandes o pequeñas) cruces por el resto de la vida y debemos lidiar con la compleja disyuntiva de ignorar los yerros propios, justificando su aparición, o reconocerlos como manchas que pueden ser atenuadas con una buena dosis de sinceridad y arrepentimiento.
No es cuestión nada fácil eso de hacernos la autocrítica y asumir que la maldita culpa tiene efectivamente un dueño y que ese podemos ser nosotros mismos y si el reconocimiento de la falta amerita ser público, pues mucho peor, porque entonces nos duele como la piedra en el zapato; sin embargo, los tiempos actuales reclaman transparencia y solo podremos fomentar la confianza colectiva si las banderas de la sinceridad ocupan los mástiles donde muchas veces ondean los pabellones de la doble moral.
Decir, sin sentir lo que se dice como una verdad o un precepto, es el peor de los venenos en las relaciones humanas, y si ese discurso hueco lleva como objetivo convencer a otros o sumarlos a una acción común, el daño es entonces de proporciones enormes, pues la mentira con su pata coja, termina por dejar sus máscaras y las secuelas de desengaños y resquemores labran entonces una profunda grieta en el muro de las confianzas necesarias.
Martí aseguraba que «Criticar, no es morder, ni tenacear, ni clavar en la áspera picota, no es consagrarse impíamente a escudriñar con miradas avaras en la obra bella los lunares y manchas que la afean; es señalar con noble intento el lunar negro, y desvanecer con mano piadosa la sombra que oscurece la obra bella. Criticar es amar». Venga entonces la autocrítica oportuna de todos los que de alguna forma u otra debemos llevar el ejemplo como bandera y la eficiencia como antídoto ante la desidia.