La niebla nocturna cae sobre las gradas del stadium Latinoamericano. Qué silencio aterrador se asienta en el diamante. Qué soledad tremebunda. Qué velo negro cubre los asientos mudos. Abajo, en la grama, invisibles y espectrales, los inmortales danzan su juego infinito. Yo solo quiero mirarlos un rato y olvidar, eludir el bullicio, aislarme, zafarme de la cuerda floja que me enreda.
La paz sepulcral del terreno me recuerda a mi padre, Quijote medio ciego con lanzas de espagueti, echado sobre la butaca hogareña con la alegría del pitcher después de un jonrón. Mi padre —lobo estepario bateando las rectas del tiempo, consumiendo día a día los outs, padeciendo ponches y deadballs, acercándose de a poco a su noveno inning — se sienta compasivo junto a mí. Conversamos largamente, con placidez casi dolorosa, de los mutuos tajos y tormentas. Deambulamos un rato por el ojo del ciclón…
No hay mejor lugar para hablar de mujeres, política y deporte —tres grandes pasiones del cubano, tal vez por ese orden— que el stadium. De ahí su necesaria recurrencia, a pesar del béisbol cada vez más insulso que miramos.
Mi padre se recuesta en la banda de primera. Teje las palabras desde lo profundo de su barba blanca. Huelen a madrugadas trasnochadas y alcoholes baratos. Su voz describe las derrotas, más numerosas que las de Carlos Yanes en series nacionales. Aun así, no decide bajarse del montículo: disfruta cada lanzamiento como si fuera el último, como si luego lo fuesen a encerrar para siempre en el dogout.
A veces lo ignoramos, pero la vida es un extrainning a punto de acabarse. El tiempo lanza y la muerte recibe enmascarada tras el home. Una vez nacidos no hay escape. Hagas lo que hagas, el cajón de bateo se convertirá finalmente en un cajón.
El pitcher que te enfrenta no se cansa. Se releva a sí mismo ante cada bateador. Nunca regala base intencional. A veces, ni siquiera, una bola. Sus únicos boletos son flores secas sobre lápidas, breves epitafios a modo de estadísticas: ha convertido los cementerios en inmensas guías beisboleras.
Mi acompañante nocturno bien lo sabe, pero defiende que el lanzador más temible que ha pisado la tierra no se llama Tiempo, sino Santiago «Changa» Mederos. Con su curva guadaña —más embriagante aun que la de las mulatas—, ató un lazo en la memoria afectiva de sus fieles. La misa era cada sábado en la noche. La iglesia, el stadium Latinoamericano.
Por cómo habla mi padre, presiento que regalaría los outs que le quedan para ver, al menos por última vez, a Changa Mederos sobre el box. Pero la redención le será imposible. Él se quedará con las ganas clavadas en el pecho, postrado en la butaca hogareña, lamentando las oportunidades que dejó escapar, recordando, quizá, aquellos versos de los años de mi abuelo: la vida es un tren expreso/ que recorre leguas miles,/ el tiempo son los raíles,/ el tren no tiene regreso…
Al aproximarse la postrer terminal, al vislumbrarse el out 27 y su temido horizonte de sucesos, te cuestionas las buenas bolas que ignoraste. ¿Por qué no le hice swing, si venía a la altura de las letras?, te reclamas; pero ya será muy tarde, pues la estación anhelada se ha difuminado para siempre en el fondo de tu ventanilla sucia.
Poco consuelo queda, salvo aferrarse al partido como única y probable salvación, salvo ir a expiar las penas, aunque no sea en la mítica catedral del béisbol; porque el stadium no solo es el stadium, sino además —y a veces sobre todo— su prolongación: una ciudad añorada, un puente caído, una amante esquiva, pueden convertirse en tu templo personal, en tu paraíso o infierno, en tu absolución o pecado.
El juego también tiene algo de dantesco. ¿En qué diamante se esconde Beatriz? ¿Por qué aparece y se va, y luego regresa con las manos repletas y el alma vacía, con mil caminos y encrucijadas como espadas? ¿Por qué conspira con el tiempo, tu peor enemigo, para dejarte con la carabina al hombro? ¿Por qué te traza tantos ceros en el pizarrón?
Mi padre escucha, alelado, sobre los palcos. Se acaricia la barba blanca y mira hacia el terreno. Quizá naufrague en los mismos abismos. «Aunque haya infinitos terrenos, serás home club en uno solo. Si fallas, te volverás un eterno visitador hasta el noveno inning», balbucea y enciende un cigarrillo.
Encima de nuestras cabezas, las lámparas del Latinoamericano permanecen ciegas. Por toda luz, una vela sobre el box de Changa, el Tiempo, o Beatriz. En cierto sentido, pienso, la vida, el juego, es también como ese cirio: hasta el soplo de un swing, hasta el humo de una recta, la apaga. Y ningún otro árbitro, nunca más, te gritará ¡play ball!.