Disfrutar de la buena música tiene mucho de rito. Unos prefieren hacerlo en soledad; otros, acompañados de la pareja o de amigos. Cerrar los ojos, dejar fluir la imaginación o comentar por lo bajo tal o cual frase convierten ese momento en una comunión con la espiritualidad propia.
También se encuentran los espacios para bailar y aunque allí el volumen suele superar el necesario, la mayoría lo perdona en aras de pasar un buen rato y «mover el esqueleto». Mientras no se torture a los vecinos —como también sucede— no hay nada que objetar.
Sin embargo, más allá de las discotecas sin insonorizar o de quienes se empeñan en imponer sus gustos musicales al barrio, crece una tendencia que apunta a poner la música alta en los espacios públicos porque sí, porque es sinónimo de actividad, de fiesta, de «aquí está pasando algo».
Así se inscribe el caso de un museo municipal que ofrecería un evento relacionado con la historia a las diez de la mañana, y desde las ocho sacó un par de bafles a la calle «para que la gente se embullara».
En vez de un clima grato, se generó incomodidad. Los invitados debían hablar a gritos y los artistas convidados apenas podían ensayar; pero el técnico de audio no se sintió aludido, él creía su labor impecable, exitosa, y sus jefes parecían concordar.
Esa es la cultura del bafle: «¿hace falta animar un acontecimiento de cualquier índole?, pues pongamos el equipo a todo dar». Ningún género resulta agradable si agrede los tímpanos, pero no son la trova, la rumba y ni siquiera la popular bailable las más favorecidas en estos casos. Por el contrario, el reguetón más crudo y plagado de antivalores parece ganar la pelea.
De tal forma se vulnera la política cultural cubana y se revela una falta total de sensibilidad artística y entendimiento del disfrute estético. Es inconcebible que incluso en instituciones del sector de la cultura se opte por la música ensordecedora como vía para asegurar el esparcimiento.
Solucionarlo no exige solo decretos o leyes. La decisión de qué temas poner y a qué volumen debe recaer en personas preparadas, con un sentido aguzado del arte y sin enfoques reduccionistas referentes a la recreación.
En una sociedad como la que aspiramos a construir, divertir a los otros también debe implicar educarlos, generar consensos sobre la base de excluir el mal gusto, la chabacanería, las expresiones discriminatorias, misóginas y sexistas.
Que alguien sepa manejar un equipo de audio no lo califica automáticamente para dictaminar qué se pone o no; cabe entonces preguntarse si a esos técnicos, la mayoría muy jóvenes, se les da la oportunidad de superarse, u otras atenciones que hagan menos fugaz su paso por esa labor.
La batalla por la cultura es quizá de las más fuertes que a la nación le toca librar; la música no puede ser nunca vehículo para enajenar y sí para enaltecer. Constituye prioridad evitar que el consumo de arte devenga contaminación acústica, más en un país con una tradición musical tan rica como Cuba.