Al paso que van las cosas, puede que un día Mariano Rajoy termine por creerse un político «popular» —apellido del partido que encabeza—, considerando que con un discurso pródigo en silencios logró, contra todo pronóstico, mantener el liderazgo del Partido Popular (PP) y la silla más alta de La Moncloa, que le espera tras nueva investidura presidencial luego de que sus enemigos le despejaron el camino pese a todo lo que él no hizo para merecerlo.
A tal punto es un hombre tocado por la suerte, que sorteó con éxito la larga foja de corrupción que rodea su equipo de Gobierno y pudo apreciar la meticulosa manera en que la oposición que podía derribarlo se enfrascó no solo en un fuego cruzado entre el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y Podemos —con toneladas de arsénico espolvoreado por el derechista Ciudadanos—, sino que también al interior esas dos fuerzas mostraron división cuando más unidad, contra él y cuanto representa, precisaban.
El líder del PP, dueño de una proverbial capacidad de no hacer nada, ha tocado la flauta que cayó a su lado en medio de la reyerta de formaciones más enfrascadas en dirigir el concierto político que en atender la calidad de la música resultante. Y, con todo respeto, durante casi un año España se ha escuchado desafinada.
Según el periodista Iñaki Gabilondo, «en ningún país de Europa un partido como el PP se hubiera presentado a las elecciones, por la responsabilidad de todo lo que ha ocurrido a su alrededor», pero ahora sabemos que, además de presentarse, el hombre del PP retuvo la presidencia, de modo que los asombrados tienen más motivos para cavilar.
Semejante preocupación manifestaron los miles de españoles que rodearon el Congreso de los Diputados justo en el momento en que Rajoy era reelegido. «No va a durar ni un año. Solo unos meses», era el pronóstico de muchos de los miles que gritaban: «¡Ante el golpe de la mafia, democracia!», y otras consignas que el buen castellano no recomienda repetir en un periódico.
Académicos como Vicenç Navarro consideran que, en efecto, se produjo en España un «golpe de Estado civil» en el que grupos financieros, económicos y mediáticos imposibilitaron el triunfo de una alternativa de gobierno progresista.
Y así fue. Es una pena que solo ahora, luego de ser defenestrado en su propio PSOE y de que la posibilidad del cambio se alejara más, Pedro Sánchez admita que fue la férrea oposición de la estructura de poder, respaldada por su batería de prensa, la que impidió a su partido aliarse con Podemos para emprender, desde el Gobierno, un proyecto renovador. Solo ahora, Sánchez reconoce que «el PSOE y Podemos están condenados a entenderse» y que «el PSOE debe reconciliarse con el votante de izquierda».
Ello explica que el inefable Rajoy haya tenido las cosas fáciles. Muchas fuerzas, externas a su Partido, trabajaron por él. Y por algo, muy ajeno a su carisma, será.
En diez meses de trabazón, incluso los veteranos del PP comentaron la inactividad del jefe, que apareció poco en público; delegó en otros debates que le tocaban y eludió cuanto pudo un intenso proceso que se siguió por varios medios cual telenovela. Un proceso que recordó al mundo que la ingobernabilidad no es ese «sambenito» que las viejas metrópolis nos colocaron a los latinoamericanos.
En el poder desde 2011, Rajoy no tendrá en estos cuatro años un mandato como el primero, con mayoría absoluta, en tanto dispone apenas del respaldo de los 137 diputados del PP en un Congreso de 350, lo cual convertirá en un campo minado cualquier decisión. Pero, mesura: a juzgar por su currículo, nadie se asombre si él se convierte en zapador.
Hace un tiempo el eurodiputado británico Nigel Farage comentó que, pese a la «dura competencia», Don Mariano era el líder más incompetente de Europa. Y en el propio proceso de austeridad y rescate bancario que propició esa opinión, el señor presidente se ufanó en un mensaje de que «no somos Uganda». Dicen que en Uganda ni siquiera se enfadaron y sellaron el asunto con el típico humor africano: «al menos nosotros no hemos tenido que pedir miles de millones».
No obstante, como él mismo ha dicho en deliciosa frase, «esto no es como el agua que cae del cielo sin que se sepa exactamente por qué» y puede que, instalado de nuevo en su silla de mando, el filósofo insondable, como alguna vez se le ha llamado, se crea de veras la segunda P de su partido.