Comenzó un nuevo curso escolar y nuestras calles parecen cada día un carnaval de uniformes rojos, amarillos, azules, carmelitas… Los niños, adolescentes y jóvenes que marchan hacia sus círculos infantiles, escuelas o universidades, aun en los sitios más apartados de nuestra geografía, llevan la dicha como horizonte.
Y justo a las puertas de cada centro están esos hombres y mujeres que han hecho del magisterio obra de infinito amor. Quizá por eso el inicio del curso sea también momento de regocijo para homenajear a los maestros, quienes con tiza, borrador y hasta nuevas tecnologías en manos, vuelcan sus esfuerzos en un mejor año académico y se convierten en sembradores de valores, sentimientos patrióticos y de generosidad.
Lo viví así en el centro mixto Caridad Valverde Pérez, del municipio artemiseño de San Cristóbal. No solo las sonrisas sino también las lágrimas brotaron de los rostros de no pocos educadores, esas personas que cada día aceptan el reto desde la humildad, pues lo realmente importante es que sus alumnos aprendan los conocimientos necesarios para la vida.
Bien lo sabe Gina, la maestra que 40 años después de dedicarse a la Educación Especial dice «adiós» a las aulas. La tristeza la embarga mientras toma en sus suaves manos el reconocimiento a tanta entrega. Y se le ve sencilla, dulce, elegante, profunda… como años atrás, pensando quizá en cómo seguir siendo útil o en esos niños, a quienes sobre todo ayudó en su desarrollo social.
Otros como Jacqueline, Emelina, Mercedes, Odalys… reciben la Distinción por la Educación Cubana, y en sus expresiones se muestra ese compromiso de continuar siendo, como miles de maestros, incurables soñadores y escultores de almas. Saben mejor que nadie que no se puede ser un buen educador si no se es capaz de amar la profesión, a sus alumnos y a cuantos han depositado en ellos confianza para educar a sus hijos.
Son estos los rostros que tampoco podemos olvidar cuando septiembre marca el regreso a las aulas. O el de Amada, quien luego de jubilarse volvió, con más seguridad que antes, a la docencia, y se convirtió en la profe de Edikson González Paneque, un pequeño que recibe sus clases en la Unidad de Cuidados Intensivos Pediátricos del Hospital General Docente Comandante Pinares, también en San Cristóbal.
Todos ellos son voces que corrigen e impulsan y, como la mayoría de los miles de maestros de esta Cuba inmensa —que cada día desafían no pocos obstáculos—, saben que son fuente de inspiración, inspiración que nace de su sueño, talento, vocación, nobleza…, pues como afirmara, nuestro Martí, «el maestro labra el alma de sus alumnos».
Los buenos maestros son difíciles de olvidar. Por eso muchos señalan que la mayor recompensa a lo largo de sus vidas es ver a sus alumnos convertidos en hombres útiles a la sociedad donde viven, y guardan con infinito agrado el recuerdo de esos encuentros en que los más jóvenes les preguntan: «¿Profe, usted no se acuerda de mí?».