Spot 1. La calle está oscura y el muchacho viene casi cayéndose de tanto consumir sustancias nocivas. Su pulóver es negro y lleva el cabello largo. La música de fondo no deja espacio para las imaginaciones alternativas: se trata de un roquero. Spot 2. La escena es diferente, pero se repiten varios elementos ambientales. Otra vez el rock, lo negro y lo friqui se muestran como sinónimos del mal. Pareciera que drogas y rock and roll son lo mismo. Los estereotipos se empoderan en los medios de comunicación y el público asiente, conquistado por la «verdad pública».
Hay miles de clichés que criticar. Disímiles símbolos universales son muchas veces mal usados con tal de comunicar, y lo peor es que lo consiguen: así de alfabetizados estamos ante lo que vemos a diario como patrones irrefutables. Que si la mujer es lo frágil y los hombres son la rudeza más dura; que si para las niñas va el rosado y los niños deben estar de azul; que si los deportistas suelen ser torpes para hablar y los jóvenes solo viven de fiestas y rebeldías. De todo eso escuchamos a diario como verdades totalitarias sin medias tintas.
Pareciera que estas generalidades son la regla casi común para el universo tan variopinto de las personas que comparten una preferencia o una pasión. Y si bien puede ser cierto que haya algunas características comunes entre individuos afines, ello no quiere decir que todas deban imputársele a «cada ejemplar de su especie». Porque alarma el costo de estas simplificaciones que terminan instalando para siempre en el subconsciente de las personas patrones equivocados que lastrarán su visión de la vida (tan rica y cambiante). El desliz está en volver una cosa sinónimo de la otra y reducir la realidad a los ejemplos más comunes. Así no hay mundo diverso que disfrutar y entender: cada ejemplo con su ritmo e historia propia.
Volviendo sobre los cánones que se ciernen en torno al rock, hace unas semanas se publicaba en estas páginas un material relacionado con esa música. Uno de los usuarios de la web calificaba de excéntrico el comportamiento de los seguidores de este género y detallaba además que «no necesitaba drogarme ni emborracharme para disfrutar una buena música» (como si se tratara de una condición de los fanáticos de este ritmo). Lo peor es que se trata de una aseveración que comparten muchos. Y cuesta trabajo despejar esas imágenes de nuestro imaginario, tan cerrado a veces.
Si bien los ambientes de conciertos nocturnos y multitudes enardecidas pueden parecer propicios para el consumo de sustancias nocivas, tan dañinas e innecesarias para el disfrute, ello no quiere decir que estas deban relacionarse insalvablemente con la música rock. Conciertos ocurren de todos los géneros musicales. Por solo citar un ejemplo reciente de actividad roquera, el espectáculo ofrecido por los Rolling Stones en nuestro país fue un ejemplo de disfrute tranquilo y apasionado: todo marcado por el amor al sonar de las guitarras y los alardes de la voz. Y un día completo de espera emocionada y sana.
De entre los muchachos que andan de negro y con el pelo alborotado (porque así se sienten cómodos y no porque vayan camino al mal) los hay tímidos y estudiosos, rebeldes y obedientes, religiosos y amantes de la política, habladores y callados, cariñosos y esquivos, buenos hijos y mejores padres… ¿por qué reducirlos a una imagen denigrante?
Se puede andar en tacones y vestidos refinados con música de la banda Led Zeppelin en el reproductor. No hay desviación en tal comportamiento. Oír a la clásica agrupación no implica olvidar el aseo, andar vestido de negro y con alcohol, nicotina o drogas en la sangre. Aquellos que ven la vida detrás de un manto en blanco y negro, terminan yéndose con la de trapo. No debemos resignarnos a esos estereotipos errados. Ni mucho menos imponerlos desde los medios de comunicación.