¿Por qué estás aquí?, le pregunté asombrada. No pensé verlo allí nuevamente, y menos cuando apenas han transcurrido dos meses desde que nos conocimos.
Tuve una recaída, me dijo, y apenado desvió su verde mirada hacia lo lejos. «Fui débil y cuando estuve en casa quise probarme para ver si ya estaba curado. Fumé de nuevo y lo repetí una y otra vez. Caí en el mismo círculo y tuve que regresar».
Lo tenía delante, lo escuchaba y aun así no me era fácil creerlo. Entre los muchachos con quienes hablé en el Centro Provincial de Deshabituación de Adolescentes sobre sus experiencias asociadas al consumo de drogas, él era el más convencido de la necesidad de ser fuerte para cambiar el trágico destino trazado por esta dependencia.
Fue él quien me mostró un papel donde escribió cuánto quería ganar en su vida al egresar del tratamiento. «He perdido mucho tiempo y quiero recuperarlo», me confesó entonces, cuando me habló de sus estudios interrumpidos, la pobre relación con su padre y las mentiras indetenibles a su madre.
«Con tal de tener dinero para no dejar de consumir, inventaba cualquier cosa. Llevaban ropa nueva o zapatos o un reloj, y le pedía a mi mamá que lo comprara, y en realidad yo no lo quería. Me interesaba solamente el dinero y luego devolvía la ropa, y ella ni cuenta se daba de lo que yo tenía en el clóset. Mi mamá siempre ha confiado en mí y la he defraudado».
Hablaba con seguridad, con confianza en sí mismo, con el ímpetu de quien no quiere dejarse caer en el mismo vacío. «Recuperarse es difícil, pero se puede. Yo soy quien tiene la batuta en la mano y me toca hacer las cosas bien para lograr el estado de sobriedad, o sea, no consumir y estar bien con eso. Es más fuerte que la abstinencia, pero se puede lograr. Yo siento que puedo lograrlo, si me ayudan», me aseguraba.
Sin embargo, volví a encontrarlo en el mismo lugar, y los especialistas me explicaron que quien cae en la telaraña de la dependencia a las drogas, no siempre encuentra la manera de salirse de ella.
Suspiré y sentí pena por un muchacho tan joven que cerró tantas puertas en su vida. No sabría qué decirle a la madre si la tuviera delante, porque imagino que viva angustiada, cuestionándose dónde estuvo su error en la crianza de su hijo. Sentí pena hasta de mí, impotente, ante una realidad como esa, que cambiaría de un tajo si de mí dependiera.
Y siento pena entonces por aquellos que, ingenuos e inmaduros, titubean cuando se encuentran un día ante el camino bifurcado que les muestra por un lado la vida sana y, por el otro, la peligrosa pendiente de las drogas. Siento pena por ellos, sí, porque con ingenuidad creen que pueden probar y repetir, y dejar de hacerlo cuando quieran. Siento pena por ellos, porque no aprecian el valor de la vida.
Hoy es el Día mundial de lucha contra el uso indebido y el tráfico ilícito de drogas. Pero no puede ser este día el único para abordar el tema en la familia, la escuela, la comunidad y la sociedad en general.
La adicción al tabaco, al alcohol y a otras drogas no es tan fácil de desterrar del cuerpo y la mente, aunque los especialistas desarrollen sus programas de tratamiento y rehabilitación al pie de la letra. Los pacientes tienen que poner mucho de su parte, y la familia debe sobreponerse también al sufrimiento que la agobia. Por eso, lo mejor es no dar el primer paso en falso.
Sin ese primer paso no habrá caídas, recaídas ni lamentaciones. No será necesario padecer los efectos de este corrosivo cáncer físico y espiritual, ni se vivirá en la eterna agonía ante el temor de flaquear. No se les darán motivos a los familiares para preocuparse, y lo más importante, no se destruirá la vida. Como este joven me dijo dos meses atrás: «Cuando uno se da cuenta de todo lo que pierde y de todo lo que puede ganar, entonces siente que vale la pena».
Él sabe que vale la pena, porque aunque cuesta bracear desesperadamente desde el fondo, siempre se encuentra aliento para salir hacia la luz en la superficie. Esa que siempre nos revela la razón por las que estamos todos aquí, sobre esta tierra, y que no es para otra cosa que para vivir; así con esa palabra cuyo hondo significado a veces olvidamos: vivir.