La carencia de una investigación debidamente contextualizada ha tenido un velo de silencio sobre el papel de los intelectuales durante la República neocolonial. Habría que comenzar por definir el término. Desde mi punto de vista, incluye a artistas, escritores, científicos y maestros. Algunos se dejaron vencer por la desilusión y el acomodamiento. Quienes sufrieron en carne propia la castración independentista, optaron por caminos diversos, padecieron el desengaño, se refugiaron en sus provincias para hacer obra a pesar de todo o dejaron testimonios de las luchas mambisas.
A mi entender, el punto de giro se produce en la década del 20, cuando se constituyen las organizaciones obreras, estudiantiles y femeninas y se funda el primer Partido Comunista. Al propio tiempo, un grupo heterogéneo, bajo el signo del llamado minorismo, formula el primer documento programático que imbrica arte, nación y sociedad. La obra de Fernando Ortiz empieza a madurar. Salvando el obstáculo de su posición política, Ramiro Guerra publica un texto medular, llamado Azúcar y población en las Antillas. Emilio Roig sigue documentando su ideario antimperialista. Está emergiendo con claridad la crisis estructural de la economía cubana. La dictadura de Machado es el detonante de un estallido en el que apuntan causas económicas, sociales y políticas.
Rubén Martínez Villena pasa del liderazgo intelectual al político. Pero sus amigos del minorismo mantendrán la coherencia de una vanguardia que procura el punto de encuentro entre renovación artística, lucha política a escala latinoamericana, junto a la necesidad de dotar de un cuerpo real al espíritu de la nación.
Desde la cultura, la generación de la vanguardia introdujo un cambio sustancial en los fundamentos de la nación. Reconoció la esencial contribución africana y reveló, apropiándose de la obra de Fernando Ortiz, el tema de la transculturación como factor decisivo en lo que somos. Bajo los auspicios del gran etnólogo, promovió los estudios del folclore. Por su parte, Roldán, Caturla y Carpentier incorporaron los ritmos llegados de África a la sinfonía, y Nicolás Guillén, José Z. Tallet, Regino Pedroso y Emilio Ballagas lo hicieron en la poesía.
En el amplio universo de la historia queda mucho por valorar. Apenas me atrevo a citar unos pocos nombres como el de José Luciano Franco, visionario del Caribe, o los acercamientos económicos de Julio Le Riverend y Raúl Cepero Bonilla.
Independientemente de la orientación ideológica de sus impulsores, se produjo, a lo largo de medio siglo, contra viento y marea, ante la incuria de las instituciones oficiales, un esfuerzo por preservar y rescatar un legado. En condiciones muy precarias, se fundaron el Archivo, la Biblioteca y el Museo nacionales. Este último parecía un almacén de objetos heterogéneo, pero ahí se guardaron. Frecuenté la Biblioteca en el Castillo de la Fuerza. Sin tener nombramiento de director, José Antonio Ramos, un intelectual ejemplar, sostenía una batalla agónica por ordenar los fondos. Escribió novelas, ensayos, teatro, en un indoblegable combate por entender su país, movido en lo esencial por principios éticos. Sus ideas se fueron radicalizando hasta alcanzar una perspectiva marxista.
Pocos cubanos pudieron conocer la obra de Martí después de su caída en Dos Ríos. El autor de los Versos Sencillos tampoco valoró en su justa medida el pensamiento que había fecundado en infinidad de trabajos dispersos en la prensa latinoamericana. Así lo revela su testamento literario enviado a Gonzalo de Quesada, su albacea, desde Santo Domingo. Durante la República se inició el lento y trabajoso rescate, labor que solo a partir del triunfo de la Revolución habría de sintetizarse con respaldo institucional.
La tarea anónima de nuestros maestros merece incluirse en nuestra tradición intelectual. Me contaba Enrique Oltuski, hijo de judíos polacos, instalado definitivamente en Cuba desde los siete años, que aprendió a ser cubano con la maestra negra de su escuela pública. Lo fue tanto que integró el Movimiento 26 de Julio en la clandestinidad, trabajó junto al Che y entregó la vida toda a las responsabilidades que le confió la Revolución. Por ahí anda todavía su excelente obra testimonial. Obra humana. La historia sujeta a impredecibles coyunturas, la historia está hecha de luces y de sombras. Pero la historia y la cultura nos fueron haciendo lo que somos. Hemos modelado nuestro idioma. No platicamos al modo mexicano. Hay palabras de uso corriente entre nosotros, impronunciables en otros países de nuestra lengua. Nuestra condición es la resultante de la asunción de numerosos componentes, del choque de contradicciones y de un origen colonial devenido neocolonial cuando emergía el imperialismo, como lo advirtió Martí y lo definió Lenin en términos de fase superior del capitalismo. Por esos motivos, urge entender que la historia no se limita a una cronología. Tampoco debe esquematizarse en polos positivos y negativos, aunque no puede abordarse desde una falsa neutralidad imposible e inexistente. Su riqueza y su utilidad estriban en descubrir las marcas de un proceso complejo, que sigue haciéndose ante nuestros ojos. De ella formamos parte como actores conscientes y, a veces, como presencias peligrosamente inconscientes. Cerrar los ojos, aferrarnos a la rutina y evadir los desafíos de la contemporaneidad constituye una actitud suicida.