Me perturba andar por nuestras calles. Empleados indiscriminadamente, los equipos de audio suman y muchas veces multiplican una sonoridad avasallante, muchas veces indeseable. Agrede e interfiere la comunicación humana, base esencial de toda cultura. Hace poco, tuve que padecer un Sábado del libro. Era la presentación pública de una obra de primerísima importancia. La edición crítica de Concierto Barroco, de Alejo Carpentier. El tradicional espacio literario se produce en uno de los ámbitos más prestigiosos de la capital, la Plaza de Armas. Las palabras de los participantes se sumergían bajo el atronador sonido de una música cercana. Como reacción en cadena, otros competían en volumen en el mismo entorno y, para entenderse, paseantes y vendedores de toda laya vociferaban llevando al extremo sus cuerdas vocales.
La anarquía sonora del ambiente irrita y favorece actitudes violentas. En intento fallido por rescatar normas de civilidad, pregunté por el responsable, con el propósito de lograr un acuerdo amigable. No encontré respuesta. Muchos consideran que, al ser de todos, el espacio público no es de nadie. En verdad, sucede lo contrario. Por ser de todos, el espacio público pertenece a cada uno de nosotros, responsable por ello de su preservación, del respeto a las normas de convivencia que tanto favorecen el buen vivir de cada cual. Piensan algunos ingenuos que el espectáculo que ofrecemos con esas conductas constituye un atractivo para los turistas. Es un error de costo incalculable. En una primera incursión, observarán con curiosidad esa falsa imagen de lo que somos. Sin embargo, no volverán.
La apropiación indebida del espacio público comienza a apuntar en otras direcciones que, de mantenerse, tendrán mayores alcances. En días recientes apareció un fenómeno singular en el Parque Central. Algún pequeño emprendedor conectó un cable a una de las lámparas del lugar para transmitir música grabada y favorecer bailables entre cubanos y turistas. No me opongo a la apertura al mundo. Mi origen y mi formación no lo permiten, tengo redes familiares históricas previas al triunfo de la Revolución en Italia y en Estados Unidos. Intento llamar la atención sobre otro aspecto del problema. En toda ciudad, la cultura ha ido caracterizando los distintos ambientes. Las plazas coloniales tienen la prestancia de sus edificaciones. El Parque Central está presidido por el más entrañable monumento a José Martí, ejecutado en la República Neocolonial por cuestación popular, porque el Apóstol no debió morir. En etapas más recientes, otra auténtica expresión popular, la peña deportiva, se instaló en el lugar. No me interesa mucho el deporte, aunque desde mi punto de vista, constituye una de las más genuinas manifestaciones de nuestra cultura. Anima un debate en vivo en el que intervienen, con similar pasión y sabiduría técnica, intelectuales, técnicos, obreros, campesinos. Promueve la participación activa del más ancho espectro de la sociedad.
En los últimos años, ha surgido un nuevo perfil del cuentapropismo. Es el organizador de fiestas. Todo comenzó con la preparación de los dispositivos escenográficos para celebraciones de bodas y cumpleaños asociados a una singular tendencia impulsada por los aires de época. Otrora, los álbumes de fotos reunían imágenes nostálgicas de vivencias personales. Nos reconocíamos en la perdida tersura del cutis, en la evocación del compañero desaparecido, en el reflejo ridículo de una moda pasada, en el rincón favorito de la casa de nuestros padres. Ahora nos decidimos por la simulación coreográfica de un presente que nunca existió. El asunto merece un estudio psicosocial. Pero, como reza en la entrada de una iglesita acurrucada en lo más remoto de los Alpes: «Cada cual a su manera». Estamos en el ámbito de la vida privada.
Al parecer, y es lo que a todos concierne, los organizadores de fiestas se han expandido a los espacios públicos. En zonas periféricas donde escasean las oportunidades de recreación, se cierra la plaza, se cobra la entrada y se presentan espectáculos que proponen paradigmas culturales de dudosa calidad en lo artístico y en tanto modelos de éxito social, con séquito de carros y mujeres despampanantes. No me considero retrógrada y he recibido críticas por exceso de liberalismo. Pero, en este caso, los problemas de orden estético y sus colaterales, el gusto, la vulgaridad y la banalidad, trascienden el lindero de lo artístico y merecen un examen profundo.
Un breve apunte del Apóstol recogido por Herminio Almendros en su Ideario pedagógico martiano, recién reeditado por el Centro de Estudios Martianos, señala que el entorno físico en el espacio público ejerce una saludable influencia educativa. La limpieza del entorno y la atmósfera apacible imponen respeto, atenúan la agresividad, la violencia y el afán depredador. Lo hermoso no requiere ostentación. Nace de la armonía entre lo humano y cuanto lo rodea. Produce el bienestar de los más pequeños que juegan en un parque bien cuidado y se reproduce en los ancianos que los contemplan al atardecer, sentados en un banco.
Los espacios públicos son las calles, y las plazas, los ómnibus y las cafeterías, todos los lugares compartidos por todos y por cada uno. Nuestros dirigentes han llamado la atención sobre las indisciplinas sociales. Para afrontar el problema, hay que apelar a la familia y la escuela. El discurso verbal es insuficiente cuando falta la práctica concreta. Tienen que socializarse las regulaciones establecidas a nivel municipal, en los medios de transporte y aplicar las medidas que corresponden a cada nivel.
Debemos hacerlo uniendo en una voluntad común todos los factores que intervienen en la sociedad, para defender los paradigmas éticos que nos definen como pueblo.