La vida me ha ofrecido algunos privilegios. Son tesoros acumulados en mi memoria por haber transitado, con plena lucidez, el extenso período desde la Segunda Guerra Mundial hasta la actualidad. No soy politóloga. Tampoco me he dedicado al estudio de las Ciencias Sociales. Mi universo es el de las Artes y las Letras. Siempre he considerado que mi responsabilidad intelectual exige entender las tendencias dominantes de mi época y las claves esenciales de los largos procesos históricos, con el propósito de aguzar el espíritu crítico para descifrar el sentido de las cosas que suceden.
El planeta que habitamos está sacudido por una violencia extrema, sin precedentes históricos conocidos. Ya los combates no se libran al modo de Waterloo, Stalingrado o Normandía, con ejércitos dirigidos por el arte militar. La caja de Pandora abierta en el Oriente Medio se abate sobre la población civil. Tras bambalinas se mueven intereses económicos y la lucha por conquistar la hegemonía mundial, todo ello encubierto por una retórica inspirada en una plataforma ideológica que sustenta la muerte de la historia, de la propia ideología, junto con el choque de civilizaciones y de creencias religiosas. Son concepciones elaboradas en el ámbito académico y banalizadas mediante recetarios destinados al consumo popular a través de los medios. La ideología no es un saber abstracto, metafísico y ahistórico. Se expresa en el modo concreto de interpretar los hechos.
Medité sobre estos temas mientras escuchaba al presidente Barack Obama en el Gran Teatro Alicia Alonso, hace algo más de diez días. La historia no es un almacén de rencores, sino la fuente para conocer el origen de las cosas. Me sentí algo agraviada cuando el talento de mis compatriotas parece reducirse a la capacidad de preservar almendrones, sin tener en cuenta la creatividad de miles de miembros de la ANIR que encuentran soluciones de alcance social para paliar las consecuencias del bloqueo, así como la obra de nuestros científicos, artistas, escritores y pensadores. Comprendo que el alto mandatario de una superpotencia no puede disponer, en visita oficial de esta naturaleza, de plena libertad de palabra. El establishment impone reglas de juego y no puede desentenderse de la campaña electoral en curso.
Hombre inteligente y cultivado, el presidente Obama, además de su formación académica, responde a un imaginario cultural fuertemente enraizado en los orígenes de la nación norteamericana, acentuado en el transcurso de la historia. El componente paternalista, con ciertos rasgos mesiánicos se describe en el exhaustivo estudio realizado por Louis J. Pérez Jr., traducido y publicado recientemente en Cuba, todo lo cual se complementa con barreras ideológicas. En el proyecto de nuestras respectivas sociedades se contraponen dos perspectivas del mundo, aunque la nuestra haya tropezado con dificultades en gran parte económicas para alcanzar una plena cristalización. La exacerbación del individualismo se contradice con el deseable desarrollo de la persona. La noción de bienestar, traducida en la lucha por la acumulación del dinero, descarta el disfrute de otros bienes que ofrece la existencia. Parecería absurdo el planteamiento en condiciones de precariedad cotidiana, pero, aun en nuestro contexto, la imagen de las franjas de la sociedad beneficiadas por negocios más o menos lícitos no es alentadora.
Por lo demás, al poner sobre la mesa los problemas que nos separan y trabajar con total transparencia, hay que dejar de lado la noción de diferendo, cuyo inicio se asocia con la Guerra Fría. Estamos ante un conflicto de larga data, cuyas repercusiones sociales y económicas fueron analizadas en Problemas de la nueva Cuba, resultante de una seria investigación entregada, con las correspondientes recomendaciones, en 1935, al Gobierno de los Estados Unidos. Trabajos posteriores, no contaminados ideológicamente, señalaron el agravamiento de la situación y la inminencia de una revolución social.
Algunos conceptos vertidos en La Habana por el presidente Obama parecen revivir la vieja noción de panamericanismo. A pesar de haber sido colonizados por europeos, con el consiguiente desalojo de los pueblos originarios y la brutal esclavitud africana, hay dos Américas, definidas por rasgos culturales distintos y, sobre todo, por razones históricas que consolidaron de un solo lado un poder financiero hegemónico, que somete al Sur a la dependencia y al subdesarrollo.
La democracia tiene su historia como aspiración humana. Sería muy largo contarla. Consignas de la Revolución francesa —libertad e igualdad— son interdependientes. La democracia representativa tuvo una curva ascendente en la lenta conquista del sufragio universal, cuando los partidos políticos se apoyaban en programas que respondían a los intereses de determinados grupos sociales. Hoy el poder hegemónico se vale de métodos más sofisticados. Transita por la educación, la manipulación de los medios y la construcción de imaginarios. Momento cumbre, las campañas electorales exigen enormes inversiones con el consiguiente compromiso con los intereses involucrados.
Haber vivido intensamente significa disponer de un acumulado de conocimientos y de una importante memoria afectiva. No he olvidado los años de la Segunda Guerra Mundial, cuando militares norteamericanos estaban estacionados en Cuba. Su club de oficiales estaba en las calles Cuba y Peña Pobre, a cuadra y media de mi casa. Mi memoria guarda el ruido de puertas y ventanas del vecindario, cerradas por precaución al paso de los soldados ebrios. A su regreso de la Europa recién liberada, un conocido empresario norteamericano radicado en Cuba mostraba su sorpresa ante la conducta de our american boys, aun en países que conformaron la alianza antifascista. El vínculo con el poder genera prepotencia e inficiona el alma de la gran mayoría. La relación civilizada que todos añoramos se apuntala en el respeto mutuo a las instituciones de países diversos, a la cultura de cada uno, al modo de concebir modelos de sociedad y a los valores amasados a través del tiempo.