Con vistas a poner en marcha una idea del compañero Fidel, el Doctor José M. Miyar, entonces recién nombrado rector de la Universidad de La Habana, apareció sorpresivamente en la Escuela de Letras y Arte. Nos sentamos a conversar. Su propósito era indagar acerca de las posibilidades de instrumentar, con la participación de estudiantes y profesores de Humanidades, acciones culturales en distintas zonas del país. Entusiasmados, empezamos a generar propuestas.
Los grupos se diseminaron por la Isla, desde Matahambre, pasando por la Ciénaga de Zapata, hasta llegar a Maisí. Me tocó integrarme a los designados para trabajar en Moa. En ese lugar, el primer desafío que tuvo la Revolución fue echar a andar la planta de níquel. Al irse, la empresa norteamericana no dejó rastros de documentación técnica. En el contexto de la época, la instalación resultaba tan moderna, que los especialistas llegados de otros países no lograban dar con la solución. Rescatar una fábrica indispensable para la economía de Cuba fue el resultado del empeño conjugado del Che y del ingeniero Presillas. El Ministro de Industrias, sagaz conocedor de los seres humanos, ofreció respeto, consideración, confianza y respaldo a un científico que optó por la patria en detrimento de sus intereses personales.
Y, en efecto, en 1967 la fábrica funcionaba a plenitud. En el lugar subsistían las marcas dolorosas dejadas por el enclave norteamericano. En la cima de una colina, residían los funcionarios norteamericanos y los cubanos. Correspondía a los primeros la vertiente vuelta hacia el hermoso paisaje de la zona, protegida del característico olor a azufre, dotada además de escuela y hospital. Los nativos aventajados disponían de la otra vertiente, también cómoda, aunque expuesta a las emanaciones sulfurosas. El conjunto contaba con la protección de una verja. La puerta se abría para permitir la entrada de las criadas que debían retirarse por la noche.
Mucho más abajo, a varios kilómetros de distancia, se aglomeraban los trabajadores de Los Mangos. Las condiciones de vida y de higiene eran precarias. Más lacerante aún, el panorama general ofrecía la imagen concreta y tangible de la exclusión irremediable. Así lo revelaban los testimonios recogidos en aquel entonces. Todos valoraban las conquistas de la Revolución en términos de acceso universal a la educación y a la salud. Pero colocaban en lugar prominente el derrumbe de las cercas que les devolvió la dignidad de seres humanos y los liberó de la condición de no persona, de mera fuerza de trabajo instrumentalizada.
Visité la fábrica y tuve la ocasión de conversar con el trabajador que atendía los relojes destinados al control automático de la industria. Seguía desempeñando la misma tarea de siempre. Al indagar sobre si advertía algún cambio después del triunfo de la Revolución, la respuesta fue rápida y convincente. Antes —dijo— actuaba mecánicamente. Ahora he aprendido el funcionamiento general del proceso productivo. Tengo plena conciencia del sentido de mis actos, de la importancia y utilidad de mi trabajo. Breve y contundente, el diálogo constituyó para mí una imperecedera lección de cultura y de política. Recordé en aquel momento Tiempos modernos, la genial película de Charles Chaplin, visión impactante del ser humano alienado, convertido en pieza de una maquinaria, perdida ya su razón de ser. En cambio, saber el porqué y el para qué de las cosas y comprender el sentido último de nuestros actos constituyen el cimiento fundador de lo que suele llamarse, de manera algo abstracta, conciencia. Impulsa la participación lúcida y responsable en una dirección liberadora y desenajenante.
La época es otra. Exige implementar procedimientos diferentes. En un contexto de mayor complejidad, vale la pena preservar conceptos fundamentales. La iniciativa del compañero Fidel, al implementar el trabajo social para los estudiantes de Humanidades, respondía a un propósito formativo. Así lo dijo en intercambio sostenido con el grupo que regresaba de Maisí. Estaban descubriendo el subdesarrollo, vale decir, la distancia abismal entre dos universos en un mismo país. Estaban reconociendo el terreno social y cultural en que habrían de desarrollar su actividad profesional.
Teniendo en cuenta el papel de la subjetividad, el poder hegemónico, según las circunstancias, apela a la represión o a la seducción. Años atrás, para implantar el neoliberalismo, hubo que acudir a la dictadura de Pinochet. Ahora, los gobiernos progresistas se socavan con el empleo de los medios que construyen, además, falsos modelos de felicidad. La cultura ha sido instrumentalizada por los dueños del negocio.
Los manuales de otrora, permeados por un inconsciente mecanicismo positivista, establecían un vínculo unidireccional entre base y superestructura. Olvidaron el uso de la dialéctica y la interacción mutua entre factores de distinta naturaleza. Es hora de meditar y de colocar en el sitio que le corresponde la fundamentación conceptual indispensable para el ejercicio de la práctica. El tiempo apremia.