Ellos, quizás, no lo sabían. Pero en su afán por romper olas y barreras, por ser libres o mártires, estaba la conquista de lo eterno, el placer inconmensurable de la verdad y la gracia, en un sitio donde los sueños acarician, enamoran, convidan…
Iban cargados de esperanza, con el recuerdo de los días previos, cuando hubo que prepararlo todo para un lance de fe, una aventura que ponía en juego la vida o la patria. Y era imprescindible salvarlas a las dos.
Allí, en aquella tierra bondadosa y gentil de donde partieron, conocieron amores, hicieron amigos, burlaron los cercos y conspiraron por el bien. Todo ello hasta el día señalado, cuando el mar cerril los llamaba a desafiarlo, pues más allá, en el horizonte, una Isla esperaba por sus manos, sus fusiles, su temple.
Para que alcanzara el pequeño espacio de la nave, dejaron en tierra la mayor parte de sus pertenencias. Solo cargaban las necesarias, además de las armas, uniformes, algunos equipos y los escasos alimentos que consiguieron. Apenas pudieron subir medios para la seguridad en caso de anomalías, como después las hubo.
Así, apretujadas, como en un nudo físico-espiritual, aquellas 82 almas emanaban una energía de tiempo diferente en su travesía hacia la inmortalidad.
El yate navegó 11 kilómetros del río Tuxpan hasta su desembocadura, sin iluminación y haciendo el mayor silencio durante media hora. Al principio, con los motores encendidos; luego, dejándose llevar por la corriente. Nadie debía cometer ninguna indiscreción que pusiera en sobresalto a las autoridades. Al llegar a las aguas del golfo, las luces se encendieron y todos se fundieron en un abrazo.
Fidel, el principal líder, quien con su capa negra y su subametralladora Thompson supervisó la entrada a la embarcación de cada uno de los compatriotas, sintió que, al llegar a mar abierto, la primera etapa estaba vencida. Y se unió a la euforia colectiva que, con consignas, presagiaba el triunfo.
No conformaban un grupo que buscaba rencillas ni venganza. No eran forajidos sedientos de sangre, alimentados por odios ni sectarismos. Constituían, eso sí, una hornada de herejes navegantes, dispuestos a multiplicar su espíritu de rebeldía hasta colocarlo en la cima del Turquino para que Cuba fuese independiente.
La presión era, entonces, entre las horas y las olas, entre la urgencia y la furia del mar. Ya no existiría coincidencia con el plan del 30 de noviembre; pues escuchaban en la radio sobre los «motines» encabezados por el movimiento 26 de Julio en esa ciudad horas antes de su arribo. «¿Qué habrá ocurrido exactamente en Santiago?» —se preguntaban. «¿Qué será de nuestros hermanos, los que estuvieron esperándonos? Ya estamos llegando…».
Fueron varias las adversidades en la ruta, desde la rotura del motor, los mareos y molestias que el viaje causó en algunos hasta la caída al agua de un compatriota durante la noche del primero de diciembre. Y había que rescatarlo, porque esa fue la orden del jefe principal y porque, en ninguna circunstancia, una expedición de amor abandona a sus fieles hijos.
«Al rato de reiniciada la marcha, ya veíamos la luz, pero, el asmático caminar de nuestra lancha hizo interminables las últimas horas del viaje. Ya de día arribamos a Cuba por el lugar conocido por Belic, en la playa de Las Coloradas», narra Ernesto Che Guevara, uno de los protagonista de aquel suceso, en su libro Pasajes de la Guerra Revolucionaria.
De esa forma, desde el 2 de diciembre de 1956, el Granma quedó anclado para siempre en la historia de Cuba. Lo que ocurrió después fue un golpe duro a los sueños de tantos jóvenes: de 82 expedicionarios sobrevivieron solo unos pocos en el combate de Alegría de Pío. Sin embargo, la Revolución triunfante los hizo eternos, y ellos, 59 años después, continúan navegando en la proa de una patria libre.