En la evolución de las especies, el ser humano fue capaz de dar gigantescos saltos hacia adelante. Uno de ellos fue la conquista de la palabra, resultante de la complejísima relación entre el desarrollo del cerebro, la construcción de un aparato de fonación y las sutilezas del pensar. Mi mascota, una perra sata orillera, ladra y mueve la cola para reclamar su alimento, expresar afecto y rechazo y exigir rápida respuesta a las llamadas de la puerta y el teléfono. Le son ajenos el significado del dinero, la organización de la sociedad, el disfrute de la poesía y otros componentes esenciales de lo que llamamos cultura. Tampoco alcanza a sentir la necesidad de transformar la realidad.
La invención de la escritura en sus diversas formas fue otro considerable salto. Permitía el registro y la conservación de datos económicos para el intercambio mercantil, preservaba el testimonio de los acontecimientos significativos y favorecía la comunicación a larga distancia. El intercambio de mensajes a través de los caminos de Europa sentó las bases para una concepción humanista del mundo. Situados en distintos lugares del continente, aquellos hombres no se sentían solos. Oportuna, la aparición de la imprenta favoreció una difusión más amplia de la ciencia y de la literatura.
Ahora, la expansión de los mensajes se acrecienta a una velocidad inconcebible hace medio siglo. Algunos anuncian la muerte del libro impreso en papel aparejado al dominio absoluto del mensaje audiovisual. Hay pirómanos que sugieren la inmediata desaparición de las bibliotecas. Con autosuficiencia de aldeano vanidoso, no se han percatado de la resonancia universal alcanzada por la inauguración de la biblioteca de Alejandría, dotada de los más modernos recursos técnicos y homenaje a la que fue el gran reservorio de la sabiduría de la antigüedad. En el primer mundo, donde el acoso a las nuevas tecnologías es extenso, las bibliotecas siguen adquiriendo libros, publicaciones periódicas y documentos. Así ocurre con la Biblioteca del Congreso de Washington y con todos los centros universitarios.
Recientemente, la Universidad de Austin en Texas, invirtió una cifra millonaria en la compra de la papelería del afamado escritor colombiano Gabriel García Márquez. Según declaraciones de César Salgado, un académico bien conocido entre nosotros, el riquísimo material contiene documentos referentes a su obra literaria como otros testimonios de la vida del autor, de sus amistades, incluidos dirigentes políticos del continente, entre los que aparece, en distintas carpetas, sus vínculos con el compañero Fidel. Se trata de un patrimonio que contiene elementos significativos de la historia de nuestros países.
La noticia me trajo el recuerdo de conversaciones sostenidas hace años con el ensayista uruguayo Ángel Rama. Yo trabajaba entonces en nuestra Biblioteca Nacional, donde nos esforzábamos por recuperar los más variados fondos documentales. Angustiado por el porvenir de nuestros países, hablaba del despojo sistemático de esos tesoros por parte de instituciones norteamericanas. Validos de ruinas de familias, antaño pudientes, adquirían a buen precio valiosísimas colecciones particulares. Además de succionar nuestros bienes materiales, se adueñaban, siguiendo la tradición de todos los imperios, de valores sagrados de nuestra historia, de nuestra cultura y de nuestra vida espiritual.
Las modestas bibliotecas públicas son espacios imprescindibles en cada municipio del país. Al plantearnos los problemas que afectan el desempeño escolar de niños y jóvenes, olvidamos que la enseñanza no puede ser reproductiva, basada en pobres apuntes de clase con fórmulas que incitan al memorismo. En lo personal, no confío mucho en el estudio colectivo, salvo cuando se trata de repasar conocimientos adquiridos de antemano. El aprendizaje real requiere un entrenamiento en la capacidad de concentración. No todos disponen de las condiciones adecuadas en el hogar. En mis tiempos de estudiante, el ruido ambiental me inducía a buscar refugio en la Biblioteca Nacional, instalada entonces en el Castillo de la Fuerza. Cargaba con mis libros y solicitaba otros en consulta. La pequeña sala estaba casi vacía. Yo había encontrado mi rincón predilecto: una mesita junto a una ventana abierta hacia el puerto. De cuando en cuando, interrumpía la lectura y dejaba vagar la mirada en un paisaje animado por el movimiento de los barcos.
Se ha convertido en hábito la suplantación de los jóvenes por sus padres a la hora de realizar las tareas escolares. Según su capacidad y los medios a su alcance recopilan la información, redactan las tareas escritas y realizan los trabajos manuales. Con las mejores intenciones entorpecen el aprendizaje y cometen fraude. Durante una etapa, incapaz de valerse, el bebé depende de la leche materna. Luego, ingerirá alimentos que impongan la necesidad de masticar. Más adelante, comenzará a utilizar los cubiertos. Del mismo modo, la enseñanza debe exigir un creciente esfuerzo propio para localizar las fuentes debidas en la búsqueda de datos. Para transformarse en conocimiento, la información requiere entrenamiento para observar, comparar, formular interrogantes y elaborar conclusiones. Importa saber que el 10 de octubre es conmemoración patria. Pero lo imprescindible consiste en entender por qué.
Aquí y en otras partes, los jóvenes son cada vez más remisos a la lectura. Las razones son múltiples. Una de ellas, evidente, se deriva de la seducción ejercida por el universo audiovisual que induce a la pasividad, consecuencia de una tendencia propia del ser humano conocida como ley del menor esfuerzo. La pérdida de la práctica de la conversación entre familiares a la hora de las comidas elimina el despertar de focos de interés. Poco a poco, el habla se limita a lo elemental, casi equivalente a los reclamos de mi mascota. La reducción del léxico limita el pensamiento y adormece la creatividad porque el órgano que no se usa, se atrofia.
Habría que plantearse una pregunta esencial. ¿Hemos aprendido verdaderamente a leer? Sin dudas, estamos en condiciones de juntar letras y formar palabras. No es suficiente. Hay que descubrir el sentido de las cosas en un idioma particularmente dotado para expresar los matices de la realidad mediante la riqueza de sus tiempos y modos verbales, poseedor de una sintaxis abierta a numerosas posibilidades en su ordenamiento y en el rejuego de su régimen de subordinación. El verso y la prosa pueden encantar el oído. Para quien sabe hacerlo, leer conjuga disfrute y aprendizaje.
De no combatir esta tendencia, nuestra especie, muda y ágrafa, sucumbirá devorada por los robots inteligentes y sensibles que ya se anuncian al doblar de la esquina.