Poco antes de morir, ese filósofo del cambio tecnológico que fue Neil Postman dictó una conferencia en la que lanzaba cinco advertencias en torno al día a día de los seres humanos de estos tiempos, en su relación con las nuevas tecnologías. Y en alguna parte, apuntaba:
«La persona de la era de la imprenta tiene hábito de organización lógica y análisis sistemático, no escribe proverbios. La persona de la era del telégrafo valora la velocidad, no la introspección. La persona de la era televisiva valora la inmediatez, no los hechos históricos. La persona de la era de los ordenadores, ¿qué podemos decir de ella? Quizá podamos decir que la persona de la era de las computadoras valora la información, no el conocimiento, ciertamente no la sabiduría. De hecho, en la era de las computadoras, el concepto de sabiduría puede que no tarde en desaparecer por completo».
El examen crítico de un fenómeno como el que manifiesta en su disertación Postman demandaría varios libros, pero la reflexión tiene la virtud de poner ante nuestros ojos la paradoja que subyace detrás de ese optimismo tecnológico o tecnoutopía, que asocia la información a la sabiduría.
A estas alturas no valdría la pena reciclar los ya trasnochados argumentos con que «apocalípticos» e «integrados» (para decirlo en la terminología de Umberto Eco) saturaron la esfera pública de los años 60 del siglo pasado: las nuevas tecnologías se erigen en dispositivos formidables que pueden ayudar muchísimo a que los individuos se tracen en sus vidas privadas proyectos emancipadores.
En todo caso, lo que necesitamos someter a crítica sistemática son las acciones emprendidas con carácter público, diseñadas por grupos de hombres que pueden hablar en nombre de «la libertad de expresión» (léase, libertad de mercado en la que unos pocos sacan enormes beneficios), cuando en el fondo lo que se busca instaurar es una nueva modalidad de la servidumbre humana (servidumbre light, pero servidumbre al fin).
El mejor antídoto que seguirá teniendo el ser humano para prevenir esa enfermedad es la sabiduría. Pero cuando Potsman nos habla —no sin cierta tendencia al catastrofismo— del peligro de extinción de la sabiduría en estos tiempos, nos está avisando del gran mito que —sin nosotros notarlo— estamos contribuyendo a consolidar con el uso acrítico de las tecnologías: el mito de que por tener al alcance de un clic una inmensa biblioteca digital, parecida a las soñadas por Borges, ya tenemos garantizada la sapiencia.
Sabiduría e instrucción, por raro que pueda sonar, muchas veces conviven en forma de enemigos íntimos. En la instrucción es importante el dominio de aquellos conocimientos con los que las sociedades necesitan operar en determinadas épocas. Y hay más de preparación técnica que nos permite competir socialmente que búsqueda de verdades que permanecen ocultas e inalterables más allá del ajetreo cotidiano de los humanos en su lucha por el diario sobrevivir.
Por eso el que aspira a obtener algo de sabiduría anda enfocado en otra cosa, y sabe que el más moderno de los dispositivos electrónicos puede ayudarlo a encontrarla, pero que no es decisivo en esa búsqueda. Y por eso varios de los hombres más sabios que ha conocido la humanidad no han tenido reparos en poner bajo sospecha el conocimiento adquirido en forma de simple instrucción: «La ciencia es conocimiento organizado. La sabiduría es vida organizada», expresaba Kant; Nietzsche: «La sabiduría marca muchos límites, incluso al conocimiento», y Einstein: «La sabiduría no es un producto de la educación sino de toda una vida por adquirirla».
Ninguno de ellos estaba en contra del ejercicio intelectual, pero sí atacaron con ferocidad la soberbia en la que pueden caer hombres y mujeres cuando confunden la simple acumulación de datos con saber crítico. Cierto que nuestra época, con la proliferación de dispositivos en los que parece que es posible delegar el pensamiento, porque ya las máquinas se encargan de «encontrar» las soluciones, se presta para ese equívoco.
A diferencia de Postman, creo que los humanos (mientras existan) tendrán reservas de sabiduría, de lucidez crítica, y ella puede ejercitarse lo mismo en la más iluminada de las universidades que en la más incómoda de las cuevas.
Lo ideal sería desarrollar un programa público que estimule desde temprano, en las escuelas primarias, las llamadas competencias digitales (que podría ser el sucedáneo de la sabiduría en estos tiempos que, de facto, nos sumerge en el mundo digital). Pero si faltaran las máquinas y los recursos más sofisticados, siempre quedará la posibilidad de fomentar la sabiduría más auténtica a través del pensamiento por cabeza propia, pues como nos recordara alguna vez Bachelard, «en la antigüedad la llama de una vela hacía pensar a los sabios».
*Crítico de cine e investigador camagüeyano