Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

En buen periodismo

Autor:

Arleen Rodríguez Derivet

Nos gustaba decir que el periódico tenía alma. Y lo creíamos. Solo una creencia así te saca de la calle o de la casa y te pone a vivir en una redacción, a la edad en que otros protagonizan la vida que uno se conforma con narrar.

Nosotros vivíamos en la redacción. Por la crisis y por herencia. Habíamos aprendido, oyendo a todos los que nos antecedieron: los cujeados periodistas de La Tarde y los aprendices del magazine Mella, que el alma de un periódico no aparece por generación espontánea. Nace en las intensas horas de cierre y en las divertidas tertulias a la espera de los primeros ejemplares al pie de la rotativa.

Fue hace 33 años —y todavía lo recuerdo estremecida— cuando me inscribieron en la plantilla de Juventud Rebelde, el único periódico que me gustaba, el único que leía desde que me dio por ser periodista —más allá de mi preferencia casi genética por la radio. A los 22 años, todos los diarios me parecían demasiado secos, demasiados fríos, excepto aquel que jugaba a inventar historias para no quedarse en la nota informativa.

JR defendía la diferencia a golpe de firmas exclusivas, periodismo literario, humor inteligente y despliegues gráficos que rozaban lo lúdico. Se perfumaba en febrero, se coloreaba en días festivos y tomaba el Capitolio en sus aniversarios, con bailables de Van Van incluidos.

Entonces todos éramos muy jóvenes, hasta los fundadores del periódico y, conscientes de que hacer periodismo es sorprender, nos la pasábamos inventando con el pretexto de las edades de nuestro público meta. Éramos el Diario de la Juventud Cubana y el único vespertino de la capital, pero como matutino del país, solo uno más. No bastaba con informar, teníamos que encantar.

Nos enorgullecía el nombre redundante —¿qué juventud no es rebelde?— y bello, como solía decir Mariano Rodríguez, uno de los «locos» famosos del staff de Histórico-variado, donde nacieron los primeros grandes reportajes literarios de Leonardo Padura y de otros autores de similar talla periodística que, sin embargo, como escritores nunca alcanzarían igual reconocimiento.

Cuando llegué por primera vez a la mítica sede de Prado y Teniente Rey, en cuyos portales el Sindicato del periódico recaudaba fondos vendiendo el vespertino, recién se había ido su más legendario director, Jorge López Pimentel, y en su lugar estaba Jacinto Granda de Laserna, gran periodista y excelente editor, a quien conocí arrastrando su menudo cuerpo sobre unos gastados mocasines sin dejar de fumar ni de sonreír.

Con él aprendí enseguida qué cosa era ser director de un periódico que se respeta. A los pocos meses de haber comenzado como corresponsal de JR en Guantánamo, un funcionario de la UJC de la provincia intentó sancionarme por una inocua crítica a un evento organizado por ellos, en nombre de la pertenencia del diario a la organización juvenil. «El único responsable de lo que se publica aquí soy yo», respondió Jacinto y me liberó para siempre de una subordinación antiprofesional.

Jacinto era un pan, como se dice, porque tenía los modos más cariñosos y profesionales que se puedan desear en un directivo  periodístico para explicar los rechazos, pero no solía darle espacios a la mediocridad y, junto al Gallego Ricardo Sáenz —que era directo y hasta feroz en los señalamientos críticos—, dejó una memoria inolvidable en los que nos formamos a su sombra, pendientes de que nos dieran una Muraleja positiva —mención en el mural del periódico—, como el mayor premio de nuestras vidas.

Había un ddt famosísimo y un equipo de diseñadores, dirigido por el Gordo Ayús y caracterizado por la laboriosidad creativa de Angelito, que hizo escuela en el país y nunca se cansó de dar peleas por un mayor espacio para la fotografía, todavía icónica de Baldrich, Panchito, Guillermo, Anaya, Moreno...

Entonces las páginas culturales, las internacionales y las deportivas eran las de más lustre. Allí estaban los sonoros nombres de Soledad Cruz, Basilia Papastamatíu, Alejandro Alonso, Pedrito Herrera, Elio Menéndez, Jesús G. Bayolo, Eliecer Méndez, Miguel Enríquez, Lillian Lechuga, Hedelberto López y una entonces jovencísima Marina Menéndez… Ellos, además de los ya citados locos de Histórico-variado, donde Mary Ruiz de Zárate hacía polémica la historia y Marcelino Ortiz exploraba lo insólito por donde apareciera, como lo ha hecho después con tanta laboriosidad Luis Hernández Serrano.

Nosotros los recién llegados íbamos por otros caminos. Se nos enseñaba que en un periódico —como en cualquier otro medio de prensa— el nombre se conquista trabajando. Los primeros años han de ser de mucho reporterismo, mucha calle, mucha nota informativa, aunque en nuestro caso, se pidieran otros géneros y otras búsquedas formales. JR tenía la obligación de ser diferente.

Nuestros trabajos iban para el «trapiche» de la redacción. Y allí, con menos suerte que los autores de nombre, nos ganaríamos el espacio si habíamos sabido escribir. Sencillamente así.

Cuando cumplí la «mayoría de edad» periodística —cinco años de corresponsalía mediante— entré, por fin, al templo de la redacción central, pero no fui al lado de los famosos, sino al equipo nacional económico, adonde recién había llegado también desde un diario vecino, el mejor de los cronistas de ese árido mundo en Cuba: José Alejandro Rodríguez.

Había, además, un equipo nacional juvenil e ideológico, que compartía con el nuestro el desafío de contar lo cotidiano y cumplir los compromisos. Éramos la masa laboral que en el día a día, sostenía al mismo periódico que la gente buscaría por los reportajes inolvidables de algunos miércoles y todos los domingos. No faltaron tensiones y debates por las diferencias, pero el igualitarismo nunca se impuso.

En JR también aprendí eso. Como en todo trabajo intelectual, al talento le tocan las medallas porque es el talento quien definitivamente le pone aliento al alma de ese libro de autor colectivo que son los diarios. Y cuando se ama la profesión de verdad, se puede cambiar la casa por la redacción, la vida por un cierre y hasta dejar el nombre en el anonimato de las siglas. Lo importante es saberse parte de algo que la gente reconoce como buen periodismo. De esa casta viene este galgo que ahora cumple medio siglo.

*Ex directora y actual coordinadora editorial de la Mesa Redonda Informativa.

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