Lo busco y aparecen algunos rayos que burlan la ventana y llegan hasta él, sentado frente a la mesa donde las ideas nunca duermen. Detrás, una foto suya tomada por Liborio Noval en esa misma habitación, cuando un joven vino a hacerle preguntas sobre sus años como dirigente estudiantil y guerrillero en la Sierra Maestra.
Hace ya dos años, este 19 de octubre, que Juan Nuiry Sánchez no entra a su despacho. Sin embargo, la imagen de José Antonio Echeverría sigue ocupando gran parte de la pared izquierda de ese recinto. Con una mano en el bolsillo y sonrisa franca, su amigo de las luchas universitarias, el joven Manzanita, me regresa hasta el día en que fueron juntos al segundo encuentro de la Carta de México, asaltaron Radio Reloj aquel marzo del 57, o al minuto en el que él mismo le tomó esa instantánea.
Libros, fotografías, un busto de José Martí, recuerdos, nuevas conspiraciones; a sus 80 años era aún el estudiante que volvía hasta el Alma Máter y el capitán rebelde que le puso a la Sierra la colina universitaria como una más de sus elevaciones.
Hace unos días estuve entre esas paredes que tantas veces lo vieron escribir, leer o contar pasajes de una época. Juan no estaba en la silla tocado por un rayito de sol, pero lo encontré en sus escritos, sus gestos en los reportajes, en aquellos ojos vivos que hablaban más que sus palabras. Lo escuché en las grabaciones y entendí que era como los árboles viejos, con las raíces profundas y el tronco quebrado, pero con las ramas llenas de brisa.
Entre marcos lo miro barbudo, de verde olivo en las montañas de Oriente. Hay fotos con Fidel, René Anillo, junto a sus hijos, y una pequeña donde muestra un número de preso. Allí, cartulina y cristal desaparecieron para dar paso a los hechos y la voz de Ana María Navarro, su compañera en la diplomacia y el amor, quien, posando otra vez la mirada en esas fotos, me habla de un hombre que con la misma humildad que asumió dirigir una vaquería en la cercanías de La Habana, aceptó guiar la embajada de Cuba en Roma ante la FAO.
Del despacho a la sala hay solo unos pasos, en los que permanecen los cuatro sillones que en incontables momentos lo sintieron mecer anécdotas sobre la etapa de la clandestinidad, las luchas estudiantiles, el exilio o la guerrilla; pues Juan es un solo revolucionario, el joven de la FEU de José Antonio que llegó a la Sierra en una avioneta procedente de Miami y se incorporó a la columna de Fidel para acompañarlo siempre.
Junto a Omar Fernández organizó esa expedición aérea en octubre de 1958, y hoy, Omar me acerca más a Juan, pues converso con él y me describe a un eterno muchacho, alegre siempre, jaranero, amigo, revolucionario y fidelista.
De la escritora y periodista Katiuska Blanco llega a mí un Juan rodeado de jóvenes, riendo, contando la historia que vivió, un hombre que sentía por Fidel una admiración inagotable y hacia quien también el Comandante tuvo siempre una actitud de respeto y aprecio. Por ello, después de tantos años de guerra primero y Revolución después, Fidel le escribía en el libro La contraofensiva estratégica: «A mi amigo Juancito, con el cariño del viejo “camarada universitario”».
La primera vez que escuché hablar de él yo usaba una pañoleta y me asombraba imaginando que en mi escuela, cuartel antes de 1959, habían ocurrido escenas como las del 13 de marzo en el palacio presidencial; pero hoy Juan no regresa a mí por la lección de una maestra, sino a través de sus amigos, sus fotos, libros y palabras.
Dos años después todo está intacto en su despacho; la silla espera que de un momento a otro aparezca, se siente, sonría y cuente detalles del pasado. Ana camina de un lado a otro, lo extraña, todos sentimos eso; pero Juan es de los que empuja el marco y sale del retrato, rompe el silencio y emerge de las letras y grabaciones para seguir enseñando más allá de su partida, porque es de los profesores que nunca se van. Hasta los recuerdos de sus alumnos, la familia, e incluso los que como yo no lo conocieron, Juan regresa cada día.