El hombre revolotea y zumba bajo el cielo de su pedazo de ciudad: «¡Miel de abeja, miel de abeja, pa’ las niñas y pa’ las viejas... miel de campanilla pa’ las pepillas...!», insiste, casi sin voz, añorando que alguien le compre una botella plástica con el elixir ignoto y amarillo.
En otro extremo de Camagüey, un muchachote carga una mochila repleta de adivinanzas azules: «¡El ammmmdorrrr, el ammmmdorrrr....!», pregona en un idioma único que solo las amas de casa iniciadas en su secta pueden decodificar: vende ambientador, una sustancia para la higiene doméstica que seguramente, de algún modo muy suyo, extrajo de un muy ajeno lugar.
Su técnica de anuncio es vieja; la usaron en los 70 del siglo anterior, para comunicarse con su público, los rockeros argentinos que no querían que los censores les descifraran los estribillos. Aquí en Cuba, cuatro décadas después, ¡qué bien suena el rock del ambientador!
Mi ciudad tiene también maniseros; uno de ellos es el más autocrítico del mundo: «¡Calentico el maní tosta’o..., qué malo está!», repite mientras avanza por la calle. Pero su honestidad no es completa: no se atreve a denunciar el volumen de sus cucuruchos de papel: ¡Qué chiquitos son...! ¡Qué caros están...!
Un moreno pregona detrás de su carretilla: «¡Naranja dulce.... la naranja del siglo XXI!», convenciendo a los transeúntes más por perplejidad que por gestión comercial. Y otro mulato, con voz de tenor, pasa cada tarde frente a mi edificio anunciando sus mantecaditos: «¡El suave... llegó el suave!», vocifera dejando muy mal parado a Plácido Domingo. Y, ciertamente, el suave lo es tanto que, si no se le manipula con cuidado, se deshace en los jugos gástricos de la mano que le compra.
No hay mejor ciego que el que sí quiere vender. El más singular de los pregoneros que he visto viajaba en tren, al menos hasta hace unos años. El tren de Camagüey a Nuevitas es una férrea incomodidad, un trayecto de nosesabes y nosecuándos que no alcanzo a describir. En él solía viajar un cieguito simpático que vendía caramelos caseros: «¡El chuapi chuapi, el chuapi chuapi...! ¡Veintisiete minutos chupando por un peso na’ má!», entonaba con visionaria voz.
Y no importaba que el tren se tomara tres horas de viaje para 75 kilómetros; no cambiaba nada que uno comprara tres o dos, 15 o ninguno de aquellos eficaces rompedientes, ni que al final de la línea arribara al destino más rechupado que la melcocha de marras. La voz del vendedor llegaba fresca, poderosa, vencedora, como si, en efecto, apenas hubieran pasado sus 27 minutos: «¡El chuapi chuapi...!».