Mal contada, como simple sucesión de datos, la historia induce el aburrimiento y el rechazo. Explorar sus intersticios puede ser cautivante, sobre todo cuando se percibe la multitud de factores que intervienen en ella, entre tantos otros el humano, único animal capaz de recordar y narrar. Breve ha sido la de nuestra Isla en comparación con civilizaciones milenarias. Colón tropezó con ella un día, pero ya la habían descubierto los arahuacos. Escasa de oro, buena parte de sus primeros colonizadores pasaron a México, mucho más tentador. Poco a poco se fue estabilizando el poblamiento. Carente de caminos y cubierta de bosques, las distancias entre uno y otro extremo parecían enormes. Muy pronto aparecieron diferencias territoriales. La Habana se volcaba hacia el Atlántico. La zona oriental miraba hacia las plácidas aguas del Caribe, donde la cercanía de otras islas y las visitas de bucaneros facilitaban el contrabando.
La toma de La Habana por los ingleses dio lugar a muchos cambios, pero las repercusiones mayores, todavía presentes hoy, vinieron de la Revolución Haitiana. Cuba se convirtió en la gran exportadora de azúcar y el negocio de la trata fue la base de muchas fortunas y sembró la semilla degradante del racismo.
Pero la expansión azucarera se centró en Occidente hasta que las grandes inversiones derramadas tras la intervención norteamericana trastocaron la economía de la zona oriental.
Devastado por la guerra y lacerado por la brutal reconcentración decretada por Weyler, el país tuvo un crecimiento económico con la irrupción de inversiones. «Es un país nuevo donde todo está por hacer», decía mi abuelo en carta a sus familiares. Era deslumbrante para algunos el ilusorio modelo civilizatorio con tintes modernizadores. Los efectos a largo plazo se harían sentir muy pronto. En nuestra provincia más extensa desaparecían los pequeños agricultores junto a los ocupantes de las tierras comuneras, conocidas como realengas. Hubo focos de resistencia como el descrito por Pablo de la Torriente Brau en célebre reportaje. La profunda deformación estructural de la economía cubana nos colocaba al borde de una revolución social. Así lo comprendieron, a medida que el siglo XX traspasaba su tercera década, tanto los economistas cubanos como los norteamericanos. Estos últimos confeccionaron dos informes reveladores. El primero en 1934, en tiempos del Gobierno Batista-Mendieta-Caffery, titulado Problemas de la Nueva Cuba. El otro, elaborado por la Misión Truslow a solicitud de Carlos Prío Socarrás, en 1951, apenas un año antes del 10 de marzo. Ambos detectaban implícitamente el trasfondo antiimperialista latente en amplios sectores de la nación, hasta el punto que los autores de Problemas de la Nueva Cuba sugerían a su Gobierno la retirada de la base naval de Guantánamo, que mantenía vivo el rencor acumulado desde la imposición de la Enmienda Platt, a la que se sumaba el abierto comportamiento intervencionista del poderoso vecino durante la república neocolonial.
Respondiendo a enfoques divergentes, deseosos unos de garantizar la estabilidad del patio trasero y vueltos otros hacia la necesaria emancipación verdadera, los análisis tenían en cuenta, al advertir sobre la crisis estructural, el panorama social caracterizado por la creciente precariedad de la familia campesina, sometida al despojo de la tierra propia y al prolongado tiempo muerto impuesto por la producción azucarera, de lo que se derivaba el desempleo creciente en campos y ciudades. La falta de un desarrollo industrial se suplía en parte con empleos en la burocracia estatal, donde cada elección lanzaba a la calle a miles de empleados. Liborio, el pícaro y el cesante se convirtieron en representaciones típicas de la sociedad cubana. Sujeta a los vaivenes del mercado mundial y a las restricciones de la cuota norteamericana, la industria azucarera cayó en un círculo vicioso. Condenada a sobrevivir, no se modernizó, por lo cual perdió competitividad ante sus rivales cañeros y remolacheros.
Para el pueblo cubano, la experiencia vivida activó la conciencia política. Los especialistas norteamericanos no desestimaron este aspecto. En tanto académicos respetables, eludieron el tan manipulado argumento propagandístico de la conspiración comunista. Valoraron la influencia de los sindicatos, la creación de soviets en los centrales y percibieron que las demandas obreras apuntaban a las reivindicaciones salariales, por la jornada de ocho horas y el descanso retribuido sin descartar la movilización política contra el sistema.
El año 1925 marca un punto de giro. Hershey es el último central construido durante la república neocolonial. Su batey y el tren eléctrico que conduce de Casablanca a Matanzas tienen valor patrimonial. Tras las vacas gordas, Cuba había sufrido las flacas. En el ’29 se produciría la Gran Depresión Mundial. Machado había subido al poder y contaba, para paliar la situación, con la ayuda de Carlos Miguel de Céspedes, su dinámico ministro de Obras Públicas, que firmaba con tinta verde. La espectacularidad del Capitolio y de la Carretera Central poco pudieron remediar. La prórroga de poderes y la representación subsiguiente ampliaron el espectro de la oposición. Desde antes, sin embargo, la reacción cívica había sido más o menos radical. La Protesta de los Trece y el grupo Minorista fueron señales desde la cultura. El Congreso femenino ratificaba propuestas muy avanzadas. Mella fundaba la FEU y la Universidad Popular José Martí, mientras convocaba a la reforma universitaria. El movimiento obrero se unía al CNOC. En el año 25 se constituía el Partido Comunista.
Después de la caída del tirano, el Gobierno de los cien días, encabezado por Ramón Grau San Martín, fraccionado por contradicciones internas y traicionado por su jefe de Ejército, el entonces coronel Batista, dejó huella profunda en la memoria popular. La intervención de la Compañía Cubana de Electricidad, debida a la audacia de su ministro de Gobernación, Antonio Guiteras, abrió las expectativas en favor de un programa renovador. Al igual que el asesinato de Mella, la trampa mortal tendida a Guiteras en El Morrillo, dejó una semilla fecundante de ideas.
El lenguaje político tendría que cambiar. Ya no quedaba espacio para sucesores de chambeloneros y de mayorales sonando el cuero. Por otra parte, el panorama internacional se transformaba. En México, el cardenismo reforzaba la tradición nacionalista. España convocaba la solidaridad internacional. Mil cubanos combatirían allí en favor de la República. Con la subida del nazismo, la amenaza de una segunda guerra mundial se tornaba inminente. En ese contexto, Franklin Delano Roosevelt se planteaba la necesidad de modificar la relación con América Latina. Presionado por las circunstancias, Batista abría las puertas a los partidos políticos y convocaba a la Constituyente del ’40. La conjugación de las coyunturas externas e internas favoreció la elaboración de un documento en extremo avanzado para la época. Pero aspectos esenciales de la ley de leyes no serían efectivos sin la necesaria apropiación de las complementarias, lo que no llegaría a efectuarse en los aspectos fundamentales de la política económica.
Al llegar a La Habana, el filósofo francés Jean-Paul Sartre comprendió de inmediato que la imagen rutilante de la capital asomada a la costa, con sus hoteles, sus edificios crecidos en altura y el tránsito de sus calles, todavía denso al triunfo de la Revolución, era clave evidente del subdesarrollo. Enmascaraba no solo otras zonas de la ciudad, sino también la tragedia del campesino que cargaba todo el peso de la exacción de los terratenientes, padecía la alta tasa de mortalidad y veía morir a sus hijos, víctimas del raquitismo y devorados por parásitos y lombrices.
Sobre esa realidad y sobre la memoria de la independencia conculcada, se fue forjando una cultura de la resistencia. La recordamos en las luchas obreras y artístico-literarias. No hemos descifrado, sin embargo, todos sus componentes: una tarea pendiente para los investigadores cubanos.