En el famoso cuestionario de Bernard Pivot, que suele emplear el presentador del otro tan popular programa Desde el Actors Studio, aparece una pregunta que es respondida por los famosos con particular originalidad. «¿Qué te gustaría que te dijera Dios si llegaras al cielo?», inquiere el entrevistador, quien nunca se ha encontrado con un interlocutor cubano.
La tradición humorística de este archipiélago nos hizo pensar recientemente a un grupo de amistades reunidas, que ante un conversador del patio, la respuesta iría al estilo de «Vine porque no me atendieron por allá abajo». Y así justificaría su ascenso al más elevado nivel de atención. Tal sarcasmo tiene que ver con la enajenante lucha burocrática en la que cubanas y cubanos nos vemos envueltos con frecuencia, la misma que nos hace caminar de una oficina a otra, y luego hacia la misma, y después a una tercera, y luego a la primera… y así hasta que a la historia se le pierde el punto final.
Un punto final que cada vez acaba más en nuestras «oficinas de las alturas», esos sitios a los que llegamos en busca de las soluciones desaparecidas, o escondidas, o disimuladas, o retardadas. Esos sitios que significan que nos hemos saltado varios pasos, sobre todo porque no creemos mucho en la efectividad de ascender con paciencia la escalera.
Mucho se habla en Cuba y en el mundo del empoderamiento de la ciudadanía. A la hora de definir responsables, algunos ponen la bola del lado de la cancha de las instituciones y ciertos inmovilismos que destinan el tiempo a dar respuestas vacías detrás de las mesas de oficina. Otros prefieren apuntar a la escasa conciencia ciudadana, incapaz de desandar los caminos institucionales y destrabar mecanismos con tal de conseguir la justicia. Mas, como en juego de tenis de experimentados, el asunto termina deambulando de una cancha a la otra constantemente. Porque cada quien lleva su parte de encargos sin cumplir.
Recientemente, juristas reunidos en un estrenado espacio de debate (de los que tanto se requiere desarrollar en busca de la llevada y traída, pero no por eso sobrevalorada construcción conjunta de la realidad) conversaron sobre la falta de confianza en sectores de la población en instituciones creadas para responder a sus urgencias.
Se refirieron, entre otros asuntos, a la legitimidad de la ley como expresión de salvaguarda y soberanía, y a la necesidad de que el Derecho no se escriba solo en blanco y negro (entiéndase la parte del cuerpo legal) sino que haya coherencia entre lo legislado y la práctica.
No pocas veces hallamos en nuestro prolongado camino a la justicia a operadores del Derecho que no están todo lo actualizados que debieran en torno a las normativas más recientes. Como en aquella famosa historia del censor que pregunta al escritor si se leyó lo que él mismo concibió, termina el necesitado de asesoría ofreciéndole al experto los criterios por los que debe regirse, la mayoría de las veces con un ejemplar de la Gaceta Oficial en la mano, con el propósito de apoyar su exigencia y demostrar que no resulta tan irracional como el encargado la juzga.
Si bien es cierto que cuando la justicia tarda tanto ya no es justa, el ánimo por perseguirla no debe menguar, dicen los que saben y proclaman la confianza en los procedimientos y mecanismos, que deben perfeccionarse y no es un secreto.
Pero continuar cada vez que una boca se cierra y avanzar en el viaje de las exigencias con el itinerario fijado por los tejidos de las instituciones, es un proyecto que no todos están dispuestos a recorrer, a riesgo de rendir la existencia misma a la tramitación constante. Muchos prefieren hoy tocar a las puertas de una oficina más arriba, llevar su carta, su declaración y su historia y soltarle sin más la verdad de que durante el camino no hubo autoridad «celestial» que reparara en su caso. ¿Será ese el modo más efectivo de que se abran las puertas del cielo?