Fuimos a echar comida a los perros. Luego caminamos esas cuadras que hacen bien para la digestión nocturna. Me mostró al señor que lo saluda cada noche. Señaló la calle que recorre algunas veces. Contemplamos otra vez el destartalado parque infantil que ya ni cierra sus puertas porque pocos se atreven a entrar a semejante ruina de hierro.
Hicimos como que veíamos la televisión, aunque yo sabía (y él también) que a cada rato lograba abrir un ojo y me miraba de soslayo para saber si me había dado cuenta de que dormía. Intenté persuadirlo de apagar el televisor. No me dejó. Seguí haciéndome la que creía que me acompañaba. Con disciplina militar soporté hasta los ronquidos. Por fin se acabó el documental que yo veía por quinta vez con tal de compartirlo con él (aunque él no hubiera pasado de las dos primeras escenas y yo hasta repitiera los diálogos de memoria).
Dignamente, despierto como un niño a las ocho de la mañana, dio por concluida nuestra tanda cinematográfica, con el orgullo de ser el encargado de apagar la luz. Me dio las buenas noches como muchos años atrás. Yo dormí en cama de hermanos… como muchos años atrás.
El jarrito de calentar la leche estaba listo. Solo que ya es mi costumbre tomarla fría. Pero la famosa tortilla del amanecer dominical era imposible de rechazar (aunque hace tiempo que decidí que no comería pan en las mañanas). Desayuné como en sus cuentos telefónicos. Fui la protagonista de los cuentos que me cuenta, aunque eso incluyera tomarme el café dulce, aunque ya me adapté a prepararlo amargo.
Hizo como que yo no estaba. Porque sabe que me incomodo si me siento visita en su casa. Recogió un poco de basura, chapeó unas cuantas matas y arregló un par de boberías que siempre rompe cuando es domingo; para tener algo que hacer, le digo. Merodeé sin estorbar, le seguí como pequeña curiosa, pregunté por todo lo que se movía, le ayudé en los detalles más insignificantes, haciéndome la que hacía algo.
Conversamos de lo de siempre, pero de verdad, no de lejos ni con la presión de los minutos. Así es mucho mejor, pensé. Cuántas cosas que no se dicen cuando uno cree que se dice todo, pensé otra vez. Y saber que a veces una misma anda presumiendo que habla y sabe de la familia con plenitud. ¡Qué poco cabe en la distancia! ¡Cuánto revela compartir el café de las mañanas o los últimos suspiros de cansancio de las noches!, reflexioné de nuevo.
Y él siguió hablando de lo insospechado, de lo que yo contaba con certeza casi sin saber. Porque estar en su rutina era de verdad el modo de que estuviéramos cerca. Compartir sus mañas era llegar a su esencia otra vez. Más allá del ajetreo diario, de lo que nos decimos entre apuros y obligaciones, ver el lado de la cama donde duerme, alcanzarle el vaso con agua en el que le gusta tomar o caminar junto a él las cuadras que decidió vencer porque está sintiendo las consecuencias de esos panes de más, es a veces el mejor modo de querer, el más completo, el más real.
Eso de imaginar las rutinas nunca es mejor que compartirlas, me dije de nuevo. Y guardé tiempo para el otro sábado. Aunque las ojeras se me salieran de la cara y el trabajo tuviera que esperar un poco. Se llega mejor al lunes después de las rutinas añoradas de quienes amamos.