En algún sitio del estado de Aguascalientes, en el centro-norte de México, un caballo llamado Carisino debe extrañar las manos que tanto lo cuidaron, las del joven que como prueba de amor lleva tatuado el rostro del animal en el pecho, justo al lado del corazón.
Por más que pienso en todo lo que pueda disfrutar el corcel en su elegante galopar por los valles de clima sereno —adonde fue enviado tras pagarse por él 41 000 euros durante el Quinto Remate Élite celebrado en La Habana, el pasado año—, imagino que Carisino debe extrañar a Yansel Cabrales Fernández, un menudo joven que siente amor por los caballos, los perros, las vacas y las rancheras, quien durante años cuidó la salud del caballo como si se tratase de la vida de su propio Pegaso.
A Yansel lo conocí a finales de 2014 en el Club Ecuestre de La Habana, en el parque Lenin, lugar que se adscribe al Grupo Empresarial de Flora y Fauna, en la capital cubana. Desde entonces yo deseaba contar la historia entre el muchacho y su amigo, unidos por el azar y luego separados, porque la suerte del potro era sabida desde la hora misma de su nacimiento: se iría a cualquier lugar del mundo, llevado por su mejor postor.
Meses previos al encuentro con Yansel habían subastado a su caballo favorito, el cual aguardaba —junto con otros 19 ejemplares— por ser enviado a la nación azteca, donde el comprador, un experto en razas equinas, decidiría su futuro inmediato.
Cinco años antes Carisino había sido adquirido en Holanda por especialistas cubanos. Venía bautizado del país europeo con ese bello nombre que, cuando Yansel lo pronunciaba, ponía luz en el rostro del corcel.
Junto a la noble y briosa criatura, el joven practicó durante la etapa de preparación profesional todo lo que un técnico medio en medicina veterinaria debe dominar sobre los equinos. El joven corroboró que el cariño es la voz de mando más potente que existe, y que el amor puede convertir a las bestias en criaturas mansas y confiables.
La vocación del muchacho no es fortuita. Surgió en los días de su niñez, cuando los padres regalaron al joven un pony para que él lo atendiera y disfrutara del tierno e inteligente lenguaje de los animales. El oficio que hoy lo desvela fue heredado de su madre, quien se graduó como veterinaria y ha vivido desde entonces para cuidar de la salud de muchos Carisinos.
Las anclas de esta devoción se forjaron al calor de la solidaria relación entre Yansel y su tutor, el doctor Danilo Rodríguez, el cordial maestro que ya se jubiló, pero sigue pendiente del rumbo de sus pupilos y los conmina a seguir superándose, porque el campo cubano, para su prosperidad, requiere de hombres y mujeres que combinen la ciencia con la pasión.
Este amor por la vida es una magia que debe multiplicarse por miles para acrecentar el apego a los secretos del trabajo, el apego a la naturaleza. Cultivarlo no es menuda tarea: requiere de una educación que comienza en la cuna y no acabará nunca. Pero es un asunto esencial, porque un país será ilustre si entre sus devociones incluye el cuidado de sus animales, seres que acompañan y que muchas veces son sustento de nuestras existencias.