«Suave», «Machacando en baja», «Ahí, tirando», «Como se puede y no como se quisiera»… Así andan muchos por la geografía de las posibilidades, sin incursionar en irreverentes trillos. Transitando por el camino señalado, aunque lleven la certeza de que no conducirá al destino que les incitó a seguirlo. Sin buscarse dolores de cabeza; tampoco sonrisas de satisfacción.
Sin iniciativas, porque parecen traducirse en líos; sin crear, porque tal vez los problemas estén al doblar de la esquina… «No te metas en eso», parece ser una frase de moda.
Pero si nos acercamos a esa perniciosa tendencia, no sería difícil descubrir lo que se esconde detrás. Porque ese ritmo contenido y cauteloso —que hasta pone en riesgo el logro de los propósitos principales— resulta a veces consecuencia de otras tristes prácticas habituales. Los llamados «cocotazos» (como predisposición restrictiva ante quien se apresta a la inventiva sana) van a parar generalmente a las testas de quienes sueñan.
Es entonces cuando en no pocas ocasiones nacen los susodichos comedidos, los «razonables», los que conservan su mundo inamovible aunque esté a punto de derrumbarse sin que ellos sean capaces de crear, porque resulta más viable «ampararse» detrás de orientaciones antes que afrontar las consecuencias de posibles fallos.
Aunque existan variantes para hacer la vida más rica, la «realidad» alerta a veces a quien pretende dejarse llevar sin frenos por los precipitados caminos de las ideas originales. No importa que estén al mando las buenas intenciones y los deseos de burlar obstáculos.
«Si no se puede… no se puede», suelen susurrar con penosa desfachatez algunos que fueron experimentados en experimentar. Una vez tuvieron brillo en los ojos y ganas de pensar y hacer para salir adelante más efectivamente. En las situaciones peliagudas, encontraron alternativas para burlar trabas. Pero está claro que no funcionó muy bien y cuando volvió a ponerse tensa la cuerda, la cuenta fue a parar a su mesa. Y ahora esgrimen como doctrina el «no inventen» después de cuanto ingeniaron.
Estos atrevidos acabaron pagando por las ideas reticentes de quienes no supieron ver detrás de los intentos valientes, de quienes no estuvieron a favor de esa filosofía que incita a preferir «parar a un loco que empujar a un bobo», de quienes se espantaron cuando la inventiva de los emprendedores se apartó de «la canalita».
Que hay que prever para no tener que lamentar es una verdad de cabecera para los que sostienen responsabilidades. Pero la variación en el proceder establecido no conduce irremediablemente a un desvío fatal. Se trata en ocasiones de pruebas de esa individualidad que caracteriza a los líderes más genuinos, para salir adelante con visión propia.
Claro está que hay que tener los ojos desvelados ante los aprovechados que pretenden «hacer el pan» a cuenta de sus supuestos bienhechores deseos. Sin embargo, se supone que por su carácter e integridad ética, siempre prime la confianza en las personas al frente de cualquier proceso, como para no acosarles de negligencia ante la primera innovación aparentemente «sospechosa».
Aquellos que solo pretenden arreglar lo que se tambalea, no pueden estar atados a la inmovilidad y el recelo. Deben tener la autonomía para decidir y atreverse. Deben tomar las riendas sin cuestionarse demasiado si «meterse en eso».
Porque del coscorrón inicial (cuando se da en lugar de un alentador aplauso) deriva la inactividad posterior que concluye siempre en un mal mayor: el anquilosamiento de las direcciones, esos malditos stand by que nunca desembocan en más que nada.