Papá sabe mucho. Es de los pocos hombres sabios que conozco, aunque en ocasiones también se pueda equivocar. Él es ingeniero civil y geofísico, dos carreras que le costaron años de estudio en La Habana, Camagüey y Holguín.
Creo que gran parte de su conocimiento se debe, precisamente, a esas profesiones, y a los tantos palos que le ha dado la vida, parafraseando al poeta Fayad Jamís.
Hace años, cuando decidía mi futuro laboral, en algún momento pensé ser ingeniera como él. Me gustaba incluso cómo sonaba mi nombre con ese título, pero no pude porque el periodismo lo tenía en sangre.
Aunque nunca lo dijo directamente, sé que papá ansiaba que fuera lo mismo que él, pero la opción por la especialidad de Eléctrica no le pareció la más indicada.
Mas no hubo remedio, mi vocación de periodista pudo más que la admiración que sentía por el oficio paternal.
Sin embargo, papá no siempre quiso ser ingeniero. Su sueño era ser músico, pero la vida, el destino y hasta la influencia de mi abuela, quien quería un arquitecto en la familia, lo hicieron aventurarse a cambiar el rumbo de sus inquietudes más personales.
Estoy completamente segura de que con él sí se cumple el dicho de «lo que sucede conviene», porque nunca lo he visto arrepentirse ni quejarse de su «doble especialidad».
Hace años papá me dijo: «El ingeniero debe trabajar con ingenio y no con ingenuidad», algo así como un «lógico» juego de palabras vinculadas con su profesión, esas que exhibe orgulloso en sendos cuadros en la pared.
Y aunque yo no entienda mucho de la construcción (de niña aquellos libros sobre hormigón armado me parecían una novela policíaca), desde hace años me he sentido parte de ese sector, y ha sido, claro está, por la influencia de Boza, como todos conocen a mi padre en Las Tunas.
En la Universidad de Camagüey, allí donde pasé los mejores años de mi vida, las facultades de Construcciones y Electromecánica tienen una vieja pugna entre civiles y arquitectos, entre mecánicos y eléctricos, respectivamente. Cada uno defiende estudiar la carrera más bonita, la más importante, la más integral, sin percatarse de lo imprescindibles que son los unos a los otros. Desde luego, de verme en esa situación, yo tomaría partido por los primeros, por una cuestión evidentemente personal.
Tristemente, a menudo los ingenieros no son reconocidos lo suficiente en la sociedad, como sí lo son otras profesiones. Y es cierto, son gente común. Lo mismo los vemos en el estadio, en la panadería o ayudándonos en tareas que nada tienen que ver con su labor profesional, aunque de ellos dependa la generación eléctrica, la transmisión de datos, el funcionamiento de una industria, la sostenibilidad de una construcción.
Mi vida ha estado rodeada, para suerte mía, de esos profesionales. No importa que no haya podido mantener la tradición familiar, el destino se empeña en que los tenga cerca.
Por eso admiro tanto a mi papá y hasta de vez en cuando fantaseo en cómo se escucharía mi nombre si delante dijeran «ingeniera». ¿Suena bien, verdad? Mas me quedo con mi periodismo, ese con el cual hace años empecé esta especie de comentario y remembranza, a modo de homenaje a todos los ingenieros cubanos, en especial a mi papá, que sabe mucho. Él es ingeniero y no podía ser otra cosa.