Se iba a presentar un libro sobre su vida y yo estaba allí, cerca de la fuente evocadora en el parque de Media Luna, mirando los ojos en lágrima de hombres o mujeres.
Ese día comprendí mejor su talla cósmica. Porque habían pasado 23 años y 11 meses desde el suceso fatal, y aquel lenguaje húmedo en las miradas de tantos fue una revelación intensa e inmensa de cariño.
Eran personas que la habían conocido como madre protectora o como puente. Que le habían escuchado la manera original de nombrar a las personas, el susurro eterno de orquídea. Que sabían de su temor a los ratones, sus travesuras infantiles, su amor por las palmas, el mar y los helechos.
Ese día —2 de diciembre de 2003— me enamoré más de Celia. Me sedujo más su tiempo porque alcancé a entender que ella —aun siendo refugio para lo grande y lo pequeño, oído excepcional para los asuntos decisivos del Estado o las tareas más anónimas—, jamás se quejó de la estrechez de su reloj.
Desde esa fecha, en la que el historiador Pedro Álvarez Tabío se declaró con orgullo su hijo, me atrajo más la sencillez providencial de Celia, porque bien podía ella creerse nimbo y, sin embargo, andaba con sus sandalias modestas por la tierra, atendiendo cada queja, cada papelito enviado desde lugares recónditos... frenando a los burócratas, llenando de afectos a todos sus semejantes.
¡Cuánta falta nos hacen más Celia!, me dije desde entonces y lo he repetido en estas páginas. Gente como ella, que no trepe por las ramas ni se invente méritos, ni olvide la raíz de donde vino; tampoco la naturalidad y la lisura en el carácter.
Gente como ella, que se ocupe a cualquier hora de los de abajo sin pretextos o falsas postergaciones; que se le salga de lo hondo la modestia o el afán de hacer sin egolatría.
Desde esa mañana, en que Armando Hart la calificó como la Mariana Grajales del siglo XX, la encontré no solo en la montaña, en la que fue primera; no solo en los manantiales, los bordados salidos de sus manos, los caracoles salvajes de una playa, los papeles que guardó en pos de la Historia; sino también en los niños socorridos de la orfandad, los hombres salvados de un naufragio, las mujeres sin espacio que ocuparon un lugar, el latido de un pueblo entero.
Desde ese día, en Media Luna, cerca de su casa, le quise más su fibra de martiana, porque interpreté que más allá de haber ayudado a situar, junto a su padre, la escultura del Apóstol en el Turquino, Celia supo favorecer la escalada del Maestro a otras cumbres que la nación necesitaba en tiempos de falsa República.
Desde ese diciembre, en que Eusebio Leal sentenció que ella no había sido la sombra sino la luz para Fidel, aprendí a desmitificarla, porque supe que fumaba sin parar hasta costarle una neoplasia y hacía enredos como caligrafía, conoció fracasos amorosos en su juventud, lanzó —en la niñez— hormigas bravas en los bolsillos de un varón majadero, coloreó un caballo como broma tremenda, escondió prendas familiares, hizo piruetas en un carro; que sufrió fiebres nerviosas durante 20 días después de la muerte de la madre... y que amó muchísimo a su padre, el médico y patriota con quien todavía nuestra historiografía tiene varias deudas.
Ese día me reencontré de otro modo con Celia Esther de los Desamparados Sánchez Manduley y el simbolismo de su nombre, y con su ingenio, que concibió la Comandancia de la Plata, el Parque Lenin, el Palacio de Convenciones, los trillos mágicos de la Sierra.
Y comprendí que aquel plomizo 11 de enero de 1980, fecha aparente de un adiós, nos dijo tiernamente que seguirá habitando en el cuello de la Luna, en el hablar de un campesino, la magnificencia de una costa, el anecdotario de la gente, en la verdad de una obra, en lo infinito del tiempo y en los ojos... los ojos de Cuba.